El último Pleno del Ayuntamiento de Madrid en este curso que se extingue en unas horas, aprobó por unanimidad de todos los Grupos – Popular, Socialista e Izquierda Unida-, poner el nombre de Antonio Vega a una plaza en el centro de Madrid, en el viejo barrio de Maravillas, el mismo que, desde finales de los años setenta y hasta hoy en día, conocemos como barrio de Malasaña – doña Manuela – y que es el más internacional de los barrios españoles.
El Pleno recordó la figura del vocalista madrileño, promotor del mítico grupo Nacha Pop, fallecido por una enfermedad pulmonar hace un año, y que constituía por si mismo uno de los paradigmas de la llamada Movida Madrileña, en la que triunfó con temas como la Chica de Ayer o El sitio de mi recreo.
Antonio Vega, triste y solitario, reflejaba con excelente claridad el caudal creativo de aquellos años madrileños, y las terribles consecuencias que aún arrastraba por la explosión incontenida de libertad que ese tiempo de ayer puso al alcance de una generación con más ansias que razones – probablemente la que más ganas de vivir tenía de las últimas décadas- y, paradójicamente, sobre la que mas recayó el estigma de la enfermedad y de la muerte.
Coincide circunstancialmente esta decisión de los munícipes madrileños con la de la Real Academia de la Lengua Española de renovar el esplendor de nuestro Diccionario, dándole brillo con nuevos términos y aceptando locuciones y expresiones foráneas, ya propias de nuestro lenguaje cotidiano de este arranque de la era digital, la globalización y las nuevas formas de comunicación.
En aquellos años de la movida se creaba, también y de alguna forma, un lenguaje nuevo. Nuevas palabras para definir toda aquella locura libertaria que brotaba de los cafetines del centro o de las terrazas de la Castellana, del Gijón o de los centros culturales, recién creados por la administración de Tierno y de Barranco, a donde acudían jóvenes promesas, aspirantes a estrellas y profesionales del esperpento con la vocación de ensayar, actuar y lograr, sino el éxito, si, al menos, pasar por la vida disfrutando con alta intensidad de ella.
Allí, en la terraza del Teide, por ejemplo, en el Sol, con la Luna de Madrid entre las manos, algunos posmodernos y ex rojillos (persona con tendencias izquierdistas, en la nueva edición) reconvertidos en culturetas (persona pretendidamente culta) de postin, en realidad seguían más cerca de ser auténticos meloncetes (muchacho poco espabilado) acusados por la juventud blanca de la calle Juan Bravo, impolutos bebedores compulsivos de horchata y trasnochadores con Vespino y música de los Hombres G, de ser antiespañoles (contrarios a todo lo relacionado con España)… por citar algunas de las nuevas palabras admitidas en la nueva edición del DRAE.
Valga esta tímida broma para reflejar el paso del tiempo sobre nuestro propio vocabulario, y lo sencillo que es dar forma normativa a las expresiones comunes de un tiempo y de una época que se han producido para definir meridianamente aquello que se quería expresar entonces y que utilizamos para hacerlo de manera habitual ahora.
El caso es que nuestro diccionario se despierta de sus bostezos con la ayuda de las 22 academias americanas y se pone al día con el lenguaje que usamos en el siglo XXI, y que hemos ido desarrollando con fuerza creadora en los últimos treinta años: los mismos que van desde que Antonio Vega creó a la chica de ayer y en los que los movimientos culturales y las expresiones sociales han alimentado nuevos usos y nuevas voces que, como retoños que crecen, adquieren ahora la madurez que da el gran libro del habla hispana.
Bienvenidas las 2996 adiciones y enmiendas de la XXIII edición del DRAE.
Rafael García Rico