Le he escuchado decir a Joaquín Leguina, y en más de una ocasión, que el problema de algunos `políticos son sus asesores. Antes o después, según el veterano político socialista, aparece un asesor que recomienda al líder hacer esto o decir aquello condenándolo a darse un golpe contra la realidad.
En este tiempo de cambios revolucionarios en la comunicación y en el que se atisba en un horizonte próximo una sociedad de la información gracias a la extensión de la tecnología y de la informática, el acceso al conocimiento de muchos ciudadanos ya no es una quimera sino una realidad factible, que crece por momentos.
En esta era, pues, ya no nos relacionamos con el teléfono de casa ni sólo con la información del periódico de la mañana o los telediarios de las tres y de las nueve. Ahora, las ediciones son infinitas, tantas como la actualidad reclama, como da buena prueba de ello este mismo periódico que se renueva por minutos, permitiéndonos vivir en un mundo y en un tiempo en el que lo que sucede lo conocemos sin demora.
Si a esto unimos los cambios que se han producido merced a la extensión y perfeccionamiento de Internet, descubriremos que nuestro ocio, nuestro deseo de informarnos, nuestra ambición de comunicación con los nuestros y nuestra innata naturaleza investigadora, tienen rienda suelta en un mundo nuevo de buscadores y redes sociales, accesible cada vez para más y más gente de nuestro país.
En este escenario es, seguramente, en el que un asesor del presidente del PP, siguiendo la pauta que marca la guía de comunicación y el argumentarlo estratégico habitual, recomendó a Mariano Rajoy comunicarse a través de las redes sociales con un video en el que el presidente del primer grupo de la oposición apareciese humanizado en un vehículo, como tantos otros españoles, camino de su terruño a retomar fuerzas en el verano para aplicar en el nuevo curso. Eso generaría proximidad y cercanía, permitiría una redistribución viral y en un pispas estaría en las pantallas de los ordenadores de media España. Así habrá dicho, seguramente, el asesor de turno. Nada que reprochar.
Nada salvo que las ideas geniales en las que, al final, hay que explicar alguno de sus elementos son siempre, por definición, un desastre. Y eso ha ocurrido con la brillantez del asesor: Rajoy, ingenuo, sentado en el asiento trasero de su vehículo, se olvidó de ajustarse el preceptivo cinturón de seguridad para dirigirse, con más comodidad y abierta locuacidad, a los ciudadanos con un mensaje de fin de curso, tan al estilo, por cierto, de los mensajes de navidad de otras fecundas épocas.
Puesto el interés – no cabe ninguna duda- en vincular al líder con el toro de Osborne- nuevo indicativo de una España cañí dispuesta a morir en la plaza si es que hace falta y los horrores a los que nos conduce el socialismo moderno lo exigen-, la imagen recogía el perfil del bravo animal recortándose en el horizonte mientras Don Mariano aleccionaba a la clientela con sus asuntos.
La cuestión taurina motor de nuevas oportunidades oportunas para la oposición del siglo XXI; nada especialmente diferente de lo hecho por políticos de distinto signó nacionalista, en diferente territorio, pero con la misma demagógica intención de agitar pasiones y sentimientos; pero hondo fracaso cuando la atención perseguida gira por otros pagos.
Resultado final: una polémica innecesaria, con una situación ridícula, un comunicado de disculpa, y un fin de curso con la anécdota de una metedura de pata sin perdón, puesto que ha sido tan innecesaria como inoportuna, y sólo sirve para que no se nos olvide, en el momento de coger el tren, lo ridícula que pueden llegar a ser la política, los políticos y, por supuesto, los asesores.
Rafael García Rico