En 1980, Bill Clinton fue derrotado en la reelección a gobernador de Arkansas, convirtiéndose en el ex gobernador más joven de América. Según una versión, «Clinton se sumió en un estado de pánico. Vagabundeaba por las calles de Little Rock, deteniéndose para preguntar a los transeúntes: ‘¿por qué cree que he perdido?'»
Siguiendo los consejos de su consultor de campaña Dick Morris, Clinton se disculpó de los errores cometidos y se desplazó al centro político. Dos años más tarde era reelegido gobernador.
El biógrafo más despierto de Clinton, David Maraniss, dice que «la temática central de la vida de Clinton es el ciclo repetitivo de derrota y recuperación». A raíz de su derrota electoral en las legislativas de 1994, el Presidente Clinton, asesorado otra vez por Morris, rebajó sus ambiciones, se concentró en las bajadas tributarias a la clase media, la educación y el medio ambiente y gradualmente recuperó su suerte política.
Con el Presidente Obama camino probablemente de enfrentarse a un revés político en noviembre, ¿cuál cabe esperar que será su respuesta?
Es difícil de decir, porque Obama tiene los antecedentes de derrota más limitados. En 2004 representaba al Distrito 13 en el Senado de Illinois. En cuestión de cinco años era presidente de los Estados Unidos, Hombre del Año de Time y Premio Nobel.
Pero Obama sí perdió unas elecciones. En el año 2000 trató imprudentemente de desbancar a Bobby Rush para ocupar un escaño en la Cámara de Representantes, recibiendo solamente el 31% de los votos de las primarias. Un periodista que cubría los comicios, Edward McClelland, afirma que Obama se mostró «rígido y condescendiente», caracterizado por «la cerebralidad», la «arrogancia» y cierto «aire de pretensiones».
«Él es el Demócrata elitista salido de las ocho antiguas para imponerse a todos los candidatos», escribía McClelland en una columna en Salon. El estilo de Obama no sirvió de mucho en el South Side de Chicago.
Según la versión de McClelland, Obama desde luego aprendió ciertas lecciones del fracaso. Se convirtió en un legislador estatal más centrado y mundano. Pero lejos de moderar sus opiniones, Obama desarrolló la pasión por la cobertura sanitaria ampliada y se opuso con fuerza a la Guerra de Irak. «Me quedé impresionado de que por fin creyera en algo», escribe McClelland. «Era un progresista de la regulación pública, sin posibilidad de equívoco». Además, Obama se transformó «en el personaje que nació para interpretar: el gran aunador capaz de unir a jóvenes y ancianos, negros y blancos, Republicanos y Demócratas».
Siempre fue la más precaria de las interpretaciones de equilibrio político — el aunador de izquierdas. Como temática de campaña funcionó de forma brillante. No ha sobrevivido a los rigores de la administración. El progresismo de Obama ha despertado un intenso debate nacional en torno al papel y el tamaño de la administración, convirtiéndole en una figura acusadamente polarizante — una impresión que, una vez dada, es difícil de invertir.
En teoría, una Cámara bajo control Republicano y un Senado repartido de forma más uniforme pueden constituir la oportunidad de reinventar la presidencia Obama al estilo Clinton. Los Republicanos están haciendo campaña a cuenta de vagos compromisos de rebajar el gasto público y de reformar las prestaciones sociales. Obama podría dejar en evidencia su farol, haciéndoles cómplices de las impopulares medidas de austeridad que habrá que acometer para restaurar la confianza económica. Podría ser el equivalente estadounidense al gobierno británico de coalición — un Presidente Demócrata y un Congreso Republicano compartiendo el riesgo político de las reducciones del gasto público que ninguna de las formaciones emprendería en solitario. Y Obama podría descubrir que es más fácil trabajar con un Senado más equilibrado. Al igual que una mula de carga, la oposición en el Senado se mueve con mayor facilidad cuando se le invita suavemente. Se detiene cuando es fustigada.
Hay dos obstáculos principales a esta perspectiva de cooperación post-electoral. En primer lugar, una cámara Republicana, de producirse, se dedicará a la derogación de la reforma sanitaria Demócrata. Un enfrentamiento podría acaparar la agenda legislativa. ¿Serán capaces presidente y líderes Republicanos de llegar a un entendimiento que deshaga elementos clave del Obamacare al tiempo que permite salvar la cara a Obama?
El segundo obstáculo es el propio Obama. Un encauzamiento práctico de su presidencia exigiría a Obama prescindir de parte de sus objetivos legislativos adorados, emprender reducciones del déficit de formas que no socaven el crecimiento económico (sobre todo a través de recortes del gasto público sin subidas tributarias) e iniciar una seria reforma de lo social.
Clinton fue capaz de ejecutar piruetas parecidas — aparcando su ego en aras de impulsar sus intereses. Pero es difícil imaginarse a Obama recorriendo las calles de Washington y preguntando a los transeúntes «¿por qué cree que he perdido?» Obama parece más orgulloso y más ideológico a la vez que Clinton. Tras las derrotas electorales de New Jersey, Virginia y Massachusetts, Obama duplicó sus apuestas ideológicas. Su respuesta natural es erizarse, no ceder.
El ajuste no será fácil. Pero el papel que Obama nació para interpretar — el aunador progre — ya está cogido.
Michael Gerson