El visitante de las bases militares estadounidenses en Afganistán ve un montón de presentaciones PowerPoint que pretenden mostrar que se están haciendo progresos, a pesar de los percances. Sin embargo, dos estudios agravaron mi preocupación porque la actual estrategia, sin ajustes, no logre su objetivo de transferir la responsabilidad a la administración afgana a partir del próximo julio.
Estos informes son importantes porque van a la premisa central — a saber, que las fuerzas afganas de seguridad y las instituciones públicas pueden mejorarse a tiempo para llevar a cabo una labor de entrega gradual de autoridad. En cuanto a los estudios, estoy perplejo y me pregunto si, igual que el viejo chiste del granjero de Maine al que le piden unas señas, la respuesta correcta a nuestro ambicioso itinerario en Afganistán no será: «no se puede llegar allí desde aquí».
Si eso es así — si hay debilidades básicas en los planes de administración y formación — entonces el Presidente Obama y sus mandos militares deberían hacer ajustes antes de que sea demasiado tarde. Empecemos por la administración: fue preocupante, siendo diplomático, contemplar al Presidente Hamid Karzai en Kabul restando importancia como podía a las alegaciones de corrupción el mismo día en que los titulares de los depósitos abandonaban una entidad bancaria de propiedad familiar en parte con precedentes de préstamos turbios. Sus críticos eran delincuentes, decía Karzai indignado, y equiparaba la detención de un funcionario cercano supuestamente corrupto con las tácticas «soviéticas».
No recuerdo que ni siquiera los Presidentes Ngo Dinh Diem y Nguyen Van Thieu en el Sur de Vietnam fueran tan arrogantes con las críticas. Pero ahí reside el poder de la debilidad: Afganistán se encuentra en una situación tan precaria que Karzai al parecer da por sentado que Estados Unidos no tiene más alternativa que seguir apoyándole. En estudio, compartido con el ejército, muestra la forma en que nuestra alianza con la administración Karzai está minando los esfuerzos por estabilizar las provincias de Kandahar y Helamd, los dos escenarios de batalla clave. El estudio resumía las encuestas realizadas en junio entre
552 varones de esas dos provincias por el Consejo Internacional de Desarrollo y Seguridad y su presidente, Norine MacDonald.
Las cifras, aunque no estrictamente científicas, son un catálogo de malas noticias: el 70% de los encuestados dice que los funcionarios afganos de su zona se están lucrando del tráfico de estupefacientes; el 64% dice que estos funcionarios locales están vinculados a la insurgencia; el 74% teme por el pan de sus familias. ¿Está ayudando a corregir estos problemas de mala administración pública la coalición encabezada por Estados Unidos? Según estos residentes de Helmand y Kandahar, no: el 68% dice que las fuerzas de la OTAN no protegen a la población local; el 70% decía que las operaciones militares en su zona son malas para el pueblo afgano; en Marja, donde Estados Unidos llevó a cabo en febrero su jaleada campaña por instaurar una «administración en la cuerda floja», un sorprendente 99% dice que tales operaciones militares son malas.
Resumen: cuanto más se esfuerza el ejército estadounidense por apuntalar a la administración de Karzai en estas regiones clave del sur, más impopular parece ser. Este problema tiene que solucionarse, de alguna forma. (Pregunté al General David Petraeus, el mando militar estadounidense, por este estudio; dijo que lo conocía pero señalaba el pequeño tamaño de la muestra estadística).
Un segundo estudio pone de relieve el otro gran «puntal» de la estrategia estadounidense — el plan para crear rápidamente un ejército afgano nacional y unas fuerzas del orden de 306.000 efectivos regulares. Las cifras proceden del Teniente General William Caldwell, que hace poco asumió el mando de la misión de entrenamiento en Kabul. Caldwell apuntaba que el pasado septiembre, en un momento en que los militares andaban buscando apoyo a la estrategia de formación, el Ejército afgano se estaba reduciendo en la práctica a causa de la desmotivación.
Caldwell ha subido los sueldos, en especial a la policía famosa por su corrupción, de forma que ahora vienen a ganar lo mismo que los guerrilleros talibanes. En parte como resultado, la desmotivación se redujo entre los denominados efectivos policiales nacionales «ANCOP» de una incidencia de alrededor del 100% el pasado diciembre al 25% más o menos en marzo. Pero la cifra volvía a remontar hasta casi el 50% en julio.
El desgaste es tan elevado, dice Caldwell, en parte porque el compás de las operaciones es muy exigente. Es un círculo vicioso: la policía nacional combate lejos de casa, a menudo en unidades que han sido compuestas de forma improvisada; se desmoralizan y se marchan; se desplazan rápidamente más reclutas para ocupar las vacantes y se despachan a misiones lejos; se frustran y abandonan, y así sucesivamente. Caldwell dice que quiere «profesionalizar» el cuerpo, pero en un país con un analfabetismo superior al 70%, eso es labor de una generación.
Hay programado un examen interino de la estrategia en Afganistán en diciembre: la Casa Blanca quiere «ajustar el canal, en lugar de cambiarlo». Nada que objetar, mientras se acabe con una imagen clara y práctica de a dónde vamos. «Difícil no es imposible», como le gusta decir a Petraeus, pero la estrategia tampoco debería ser inamovible.
David Ignatius