Muchos españoles conocieron a Miguel Hernández por la voz de Joan Manuel Serrat. Eran los años en los que en franquismo se extinguía lentamente. Serrat cantó a Machado también. Y a ambos los hizo populares.
Era aquel tiempo tardío e inútil en el que ya se fraguaban las trampas para cambiar sin cambiar nada el orden establecido y en el que, mientras tanto, se urdían en las fábricas, los tajos y universidades las estrategias de la ruptura democrática, y también los tiempos en que el aparato represivo, anclado en los sueños imperiales y en los himnos victoriosos, golpeaba con saña las primeras luces de cambio y libertad. Eran tiempos de agitación y rebeldía.
El poeta de Orihuela reflejaba esa esencia libertaria que se imponía en los sentimientos de una nueva generación y, también, en aquellos otros de generaciones anteriores cuyo naufragio en el silencio les había impuesto la lectura clandestina y el recuerdo vibrante de un tiempo de esperanza. La misma que comenzaba a sentirse de nuevo.
Y Serrat puso acordes al ritmo poético y dio voz musical al verso y al poeta. Volvió Miguel cuando más falta hacía. Y volvió con la misma fuerza con que el cabrero se había abierto paso desde la huerta hasta los salones madrileños en los que los poetas de moda compartían letras, copas y maldades contra Juan Ramón, a quién ofendían risueños e ingeniosos con Neruda a la cabeza. Miguel, poeta de transición entre el veintisiete y el treinta y seis. Miguel, poeta de transición entre la dictadura y la democracia.
Ahora, Serrat nos muestra un nuevo trabajo construido con la delicadeza de la métrica segura, la rima íntima y el espíritu valiente de su poesía.
Se conmemorará pronto su centenario y se harán merecidos homenajes. Entonces, escribiremos sobre ello. Ahora, tan sólo nos corresponde un agradecimiento inicial: a Joan Manuel, por encender la luz de la esperanza en nuestra casa pintada, no vacía, como Miguel dejara escrito.
Rafael García Rico