A un presidente del Gobierno, al margen de las satisfacciones propias del cargo (al que siempre optan voluntariamente), le toca entrevistarse con algunos malvados. Parece que el lunes, en Nueva York, el presidente Rodríguez Zapatero puede entrevistarse con el rey Mohamed VI de Marruecos, que es un sátrapa para el que el respeto a los derechos humanos sólo rige si le viene bien. Y, como se sabe, no le viene nada bien que haya opositores y que las líneas marcadas por la ONU en el asunto del Sahara no sean de su divino agrado. Uno no sabe, de todos modos, si el presidente considera a Mohamed un malvado o los malvados son los inversores de Wall Street, con los que también se va a ver en el periplo americano. A estos, que ahora se llaman –con sus colegas de otros países- “los mercados” ya les ha lanzado el Gobierno algunos zurriagazos con justificaciones que van de la conspiración a la incomprensión de nuestras bondades.
Lo llamativo de nuestras relaciones con Marruecos en los últimos tiempos no es que sean difíciles (cómo no van a serlo con un vecino gobernado de la manera que éste es gobernado), ni que sea imposible controlar sus provocaciones, siempre subrayadas cuando al rey y los suyos les interesa en función de la demagogia interna), ni que se desplieguen desde asuntos políticos a comerciales, todos ellos intensos. Lo sorprendente es que, precisamente con Marruecos y no con otros países o instituciones del mundo, tenga el Gobierno una actitud tan apaciguadora que impide incluso un elemental discurso de principios sobre lo que deben ser las relaciones internacionales. Como utilizamos las palabras sin cuidado se dice ahora que una carta del primer ministro marroquí que es una amenaza al líder de la Oposición por visitar Melilla es algo “normal”. Podría ser frecuente o previsible pero lo normal se ajusta a normas y allí, en Marruecos, prima la arbitrariedad autoritaria. Y como, aunque sea previsible y frecuente, no es normal, hay que reaccionar. No se trata, como dicen los que se sienten más a gusto haciendo una caricatura del adversario, de declarar la guerra o estar todo el día a bofetadas renunciando a la diplomacia, pero sí basar esta en serias exigencias y contrapartidas.
El Gobierno, ante las provocaciones interesadas de Marruecos, no puede limitarse a dar por zanjada las cosas en cuanto se apagan un poco para incendiarse de nuevo. La diplomacia no está reñida con la firmeza y con las reacciones políticas y estas se echan de menos. Ojalá, para seguir en buena sintonía, el presidente Rodríguez Zapatero le deje las cosas claras a Mohamed y establezca cauces que no exijan un silencio arrodillado. Así quizá podamos olvidarnos de remedios impresentables como las “comisarías conjuntas” (¿comisarías conjuntas con una policía que no respeta los derechos ciudadanos?) y ese constante plegarse a las intenciones de Mohamed en contra de las directrices de la ONU (a la ONU van los dos el lunes) en el tema del Sahara, un asunto que no es uno más, sino el asunto territorial en el que tenemos responsabilidades concretas como antigua metrópoli. Así, además, y si se me permite la ironía, quizá los tiburones de Wall Street no le tomen la medida y le asusten con un bufido.
Germán Yanke