Como dicen en los telefilms: en nuestro episodio anterior hablábamos del Concilio Vaticano II. Dicho Concilio logró lo que se llamó un aggionamento que causó algunas víctimas colaterales: la misa de espaldas, el latín, el noveno mandamiento y un arte u oficio; el protagonizado por los antiguos monaguillos.
Las dos primeras ya tendremos ocasión de tratarlo. Lo del noveno mandamiento que rezaba: “No desearás la mujer de tu prójimo”, se suprimió en un alarde de percepción de la realidad, cuando Brigitte Bardot y Claudia Cardinale anunciaron que se habían casado. Estaba claro que el tema no admitía matices ni excepciones.
Lo de los monaguillos fue más traumático. Yo fui monaguillo a la antigua. Muy malo. Mis espectaculares actuaciones se producían a requerimiento del “cole”. Obligado pero debo decir que nunca acosado. Este testimonio tiene mucho más valor en la actualidad, por lo que ustedes conocen ya que es lamentable noticia casi cotidiana.
Los monaguillos, de espaldas al público, realizábamos una frenética actividad también a espaldas del oficiante. Las reiteradas confluencias entre nosotros con genuflexión incorporada tenían su protocolo y peligro. Uno de los dos, pues íbamos en pareja como la Guardia Civil, era “el bueno” ya que tenía mayor oficio y por ello dominaba lo de los campanillazos que debían ser oportunos y solemnes. Nunca me hice cargo de ese negociado por lo que pueden adivinar mi baja cualificación.
Si lo de las campanillas ya era un síntoma, también debo admitir que tampoco me dejaron acercarme a los incensarios cuyo complejo mecanismo a base de cadenas me superaba intelectual y psicológicamente. Bueno y lo de las vinagreras, ni tocarlo.
Pero algo que siempre me ha preocupado era la razón por la cual el mismo oficiante que leía la Epístola con un ligero movimiento de la cabeza a su derecha, un par de minutos más tarde leía el Evangelio en el mismo y enorme misal situado a su izquierda. Sin duda debía existir algún simbolismo pero nunca me lo explicaron. Esto tenía su logística ya que un monaguillo, concretamente “el malo” (es decir: yo) debía trasladar de un lado al otro del altar el grandioso misal con su soporte que me atrevo a considerarlo como una obra de arte precolombino y por ello poco sostenible, como se dice ahora. En este punto debo recordarles que también se debía realizar un stop para la peligrosa genuflexión y posterior cruce.
Ocurrió lo que ustedes suponen. El misal por los suelos y el oficiante que salió de su trance en la forma más humana e iracunda posible. Todo ello entre miradas de reproche y risas contenidas (o no) de mis compañeros. Ahí se acabó mi carrera de monaguillo y comenzó cierto trauma ya que en mi fuero interno siempre he creído que este hecho fue decisivo en la toma de decisiones del citado Concilio.
Aquel día empecé a fumar.
Paco Fochs