La Constitución concede a todos los españoles el ejercicio de sus derechos civiles y políticos, salvo en los casos que determinan las leyes cuando recae sentencia firme con pena accesoria de inhabilitación para cargo público y derecho de sufragio. Cualquier ciudadano puede presentar su candidatura en los procesos electorales, ya sea individualmente o en la lista de un partido político o agrupación electoral. Nadie, por tanto, salvo incurso en la mencionada excepción, está privado de concurrir a los comicios municipales, autonómicos, europeos o generales.
Sin embargo, la caricaturización de este derecho esencial en toda sociedad democrática tiene el riesgo de deslizar la soberanía popular hacia el esperpento, al abusar de sus límites éticos y convertir el principio de participación en un mero juego de intereses que no dan la cara o, como es el caso, en un show televisivo con grave alteración de los fundamentos en que debe basarse dicho principio.
La elaboración y divulgación de una encuesta, orquestada con gran alarde publicitario en la televisión de las mamachicho ha llevado a la indignación a algunos ciudadanos y sumido en la perplejidad a otros, por el uso indebido de un medio de comunicación para beneficiarse y aumentar sus audiencias, despreciando el alto valor cívico y democrático de las elecciones generales que con tanto sacrificio logró el pueblo español después de cuarenta años de abstinencia forzosa.
El espectáculo, entre lo grotesco y lo injustificable, ha llegado a mayores cuando los datos de la encuesta se extrapolan y en su presentación en la pantalla se anuncia de manera sensacional que el porcentaje de votos obtenido le depararía a esa “tercera fuerza política” cinco diputados, es decir algunos más que a Izquierda Unida y al partido de Rosa Díez, formaciones de seria ejecutoria, se coincida o no con sus objetivos.
Pese a la escasa repercusión o seguimiento que el asunto ha tenido en otros medios de la competencia, seguramente por no hacer el juego a tal dislate, conviene reflexionar sobre esta forma de populismo, inaugurada en nuestro país por Gil y Gil, y sobre sus consecuencias sobre el descrédito de la clase política, cuyo prestigio es preciso salvar, pese a los casos de corrupción o la incapacidad de los políticos para encontrar acuerdos que alivien los rigores de la crisis económica, por ejemplo. Seguramente la infeliz criatura que se deja utilizar para este despropósito sea la menos culpable. No así los responsables de la cadena y de la productora que han demostrado en esta ocasión ser capaces de cualquier cosa para subir el share de sus emisiones.
El reproche moral que cabe hacerle a estos programas de televisión basura, con los que se puede estar o no de acuerdo, verlos o no verlos, pero que se enmarcan en una interpretación, torticera sin duda, del sacrosanto derecho a la libertad de expresión, alcanza aquí cotas de difícil calificación al tomarse a rechifla uno de los pilares formales sobre los que descansa la sociedad democrática. Los mentores de esta burla sin paliativos deberían reflexionar también sobre el “todo vale” que aplican a su programación y entender que los medios de comunicación tienen una ineludible vertiente de servicio público, que queda fuertemente erosionado por acciones manipuladoras como la que comentamos.
El populismo político en Europa empieza a preocupar seriamente. A su abrigo están creciendo formaciones de ultraderecha, xenófobas y racistas que recogen toda la incuria de un electorado disperso y confuso, en muchos casos de distritos marginales azotados por el desempleo y las ínfimas condiciones de vida. Casos como el del Frente Nacional en Francia y formaciones gemelas en Suecia, Holanda, Dinamarca, Italia o Suiza, abonan la idea de la resurrección de aquellos partidos que presidieron la hora más negra de Europa.
Este reality show, con millones de seguidores en la pequeña pantalla, a buen seguro no llegará a nada. Pero el solo atrevimiento de programarlo no deja de ser un aviso a navegantes sobre el que el conjunto de los demócratas debemos estar advertidos, sin la menor concesión al graderío.
Francisco Giménez-Alemán