El anuncio la semana pasada apenas se dejó sentir en el turbio revuelto de la opinión pública: La Gran Recesión, la contracción de la actividad económica más larga y acusada desde la Segunda Guerra Mundial, finalizó técnicamente en junio de 2009.
Esto podría ser una recuperación, pero a la mayoría de la gente le sigue sin parecer una: la confianza es volátil, el paro supera el 9%. No es raro que la opinión pública sea pasto del pánico, y que los grupos políticos marginales estén de moda. Hasta las buenas noticias hacen que la gente se sienta de mal humor.
Volvamos al anuncio del pasado lunes realizado por el Instituto Nacional de Investigación Económica, el que hace la crónica del ciclo económico. El grupo dice que el declive de la producción económica que comenzó en diciembre de 2007 se prolongó durante 18 meses, y que el empleo había seguido cayendo otros seis meses después.
La economía sigue débil: durante el segundo trimestre de este año, el PIB creció a un ritmo anual de apenas el 1,6%. Las cifras son tan anémicas que es fácil perder de vista lo que significan: el cambio de ciclo económico que traumatizó a la nación, y que durante un tiempo parecía poder llevarse por delante la economía global, ha terminado. Podría comenzar una nueva recesión, aunque los economistas parecen dudar cada vez más de que este escenario de «recesión en dos fases» vaya a tener lugar. Pero incluso si sucede, será un ciclo nuevo, con sus propias causas y consecuencias.
La actividad económica tiene su propio tipo de desorden de la personalidad: cuando hay vacas gordas, inversores y consumidores llegan a la fase maníaca. Actúan como si los buenos tiempos no fueran a terminar -endeudándose demasiado, pagando precios por encima del valor del suelo entre otros activos-, y asumiendo un riesgo mayor del que pueden dar salida. Esa es una descripción superficial de los años de la burbuja previos al batacazo de 2008.
Cuando el inevitable cambio de tendencia se presenta finalmente, tanto el sector financiero como el consumidor se deprimen. La gente actúa como si los malos tiempos fueran a durar para siempre, y se vuelven extremadamente cautos. Los inversores trataron de conservar tanto líquido como fue posible, prefiriendo las bajas rentabilidades de la deuda pública en lugar de valores de mayor riesgo. El consumidor aplazó compras importantes, para recuperar su nivel de ahorro.
No es ningún consuelo para la gente que perdió su empleo, pero este período post-recesión de crecimiento lento ha traído en la práctica ciertos beneficios. Los dos desequilibrios de la economía estadounidense -nuestro elevado déficit comercial y nuestro bajo nivel de ahorro-, están ahora en mucha mejor forma, aportando el potencial del crecimiento económico sostenido una vez que la confianza remonte.
El déficit del sector público sigue alarmantemente alto, en parte a causa del gasto público necesario para capear la Gran Recesión. Pero por primera vez en una década, tenemos una administración que parece seria al hablar de la reestructuración de la base fiscal, con impuestos más altos para la gente que puede permitirse pagar más, y recortes en el gasto social.
Es un error pensar en las economías en términos estáticos. Siempre están en movimiento dinámico, en una dirección u otra. Pero igual que es un error dar por sentado que los ciclos de expansión duran siempre, también es erróneo esperar que una economía de ritmo lento salida de una acusada recesión permanezca inactiva permanentemente. En algún momento, la gente intuirá que lo peor ha pasado y empezará a invertir y gastar a niveles más normales.
La suerte política puede cambiar igual de rápido que la económica. El mercado político actual parece haber aceptado la idea de que Barack Obama es un presidente fracasado. Su actitud seria y optimista ha sido una mala opción con una economía que sigue pareciendo muy desapacible.
Pero es fácil imaginar que este panorama cambia, si el país registra un ejercicio de crecimiento constante en el 2011. Si eso sucede, un montón de decisiones impopulares adoptadas por Obama -desde los rescates al sector financiero y el automovilístico a inyectar fondos de estímulo a la economía -, parecerán mucho mejores a la opinión pública.
Durante más de un año, altos funcionarios de la Casa Blanca se han manifestado como si confiasen en que su estrategia política fuera a dar frutos a largo plazo. «Me gusta donde estamos», seguía diciéndome un alto funcionario. «Cuando la opinión pública compara a un presidente que se emplea a fondo por la clase media con un Congreso Republicano que dice no a todo, es que nuestro hombre les va a terminar gustando».
Durante muchos meses he sospechado que este funcionario y sus colegas de la Casa Blanca hablaban de lo que no sabían. Pero piense en ello: la Gran Recesión ha terminado. Es oficial. Que la recuperación echara raíces finalmente exigiría mejoras relativamente pequeñas en los márgenes. Y luego, las certidumbres de este curso político ya no parecerán tan seguras.
David Ignatius