Las cuatro legislaturas socialistas y los catorce años de Felipe González al frente del Gobierno de España supusieron el definitivo asentamiento de la democracia constitucional, la transformación económica del país, la integración internacional y la construcción del Estado de Bienestar, este último precisamente cuando ya se había iniciado el primer asalto contra sus principios por parte del gobierno británico de Thatcher y la filosofía del reaganismo norteamericano.
El final del llamado felipismo fue terrible. Bajo una presión mediática impresionante – que el propio Anson terminó denunciando en una entrevista publicada en Tiempo – y una persecución judicial sin precedentes, el gobierno se vio sumido en las contradicciones propias de un proyecto instalado en el poder con demasiadas servidumbres, y un concepto un tanto patrimonialista de las instituciones que llevó a algunos de los políticos de su entorno a creerse propietarios por derecho de todas las opciones y oportunidades que el ejercicio del poder ofrecía.
Aznar optó por marcharse al término del segundo mandato. Bien sabemos ya para qué lo hizo y bien sabemos también lo que esperaba de Rajoy. Lo primero le salió bien. Es un hecho que está forrado, se ha puesto macizo y forma parte de la jet de extrema derecha que revolotea en torno al “tea party”. Lo segundo, mal. Muy mal. Rajoy, a pesar de la designación digital y del cuaderno azul parece poseer vida propia y su propio criterio. Aún no sabemos muy bien para qué, pero parece que es poco discutible que sea así.
Ahora, Zapatero se halla en plena tribulación acerca de su futuro como candidato del PSOE. Le debe pasar como al cura aquel de la película de Garci, interpretado por Juan Diego, que unos días veía las mujeres de los cuadros de Picasso como abominaciones de la naturaleza y otros como bellezas indiscutibles de la creación. Unos días, Zapatero piensa en sí mismo como candidato y otros se ve como ex presidente: libre de presiones, dando conferencias y practicando el ya tradicional tocamiento de narices a su sucesor.
En eso debe estar el presidente. Pero la verdad es que nuestro sistema democrático no dispone de tanta consistencia como para que el liderazgo personal se imponga al institucional sin que eso termine causando riesgos. Verdaderamente creo que no corresponde al presidente en ejercicio tomar una decisión de tanta trascendencia, que puede verse afectada, además, por demasiadas consideraciones personales que no son, precisamente, las que afectan al corazón del país. Máxime cuando este atraviesa situaciones de desesperanza o, al menos, de gran preocupación.
No sé que tiene Zapatero en sus pensamientos. Son cosa suya y no creo en los intérpretes de palacio. Me da igual, por otra parte, porque al final será su criterio el que se imponga y para ello le asiste el Derecho, con mayúsculas.
Pero lo que de verdad me interesa de este debate es la transformación de nuestro modelo, la necesaria introducción de ciertas reformas en el Gobierno, la búsqueda de diferentes procedimientos electorales y otros aspectos propios de la calidad de nuestro sistema democrático. Asuntos que nuestra joven pero sólida democracia se puede permitir sin pensar en los viejos patrones que marcaban la procedencia de nuestro sistema, y que nos debilitaban tanto como limitaban.
La propuesta de Tomás Gómez es, en ese sentido, sensata y oportuna. Y no afecta en modo alguno al actual residente de la Moncloa que, como es obvio, dispone de todos los derechos para decidir. Precisamente de lo que se trata es de limitar esa autonomía personal, dando forma legal al tiempo de ocupación del poder presidencial.
Que no debe referirse a Zapatero se deduce de este hecho. Otra cosa es que vaya anticipando una propuesta de cambios que deberá hacer pública en los órganos de su partido y ante la sociedad. De cómo se dibuje el futuro dependerá, entre otras cosas, de lo que proponga él para la Comunidad de Madrid, su verdadero objetivo al alcance.
Rafael García Rico