Hubo un tiempo en el que defender una idea política consistía en proponer modelos de convivencia, según las propias identificaciones doctrinarias. Se contraponía, eso sí, el modelo del otro, como lo opuesto a la propia opción, para atraerse el fervor de la audiencia. Cada uno defendía lo suyo como la mejor solución. Pero parece que eso pasó. Hace tiempo que ya no se trata de propagar las ideas y debilitar al contrario, sino de aniquilarlo.
El frenético impulso de comunicación que parece impregnar el nuevo gobierno de Zapatero-Rubalcaba tropieza con palabrerías. Es el riesgo de las prisas, de las palabras dichas al albur, cuando falta un año y medio para la cita electoral. Pero por mucha excitación que produzca un nuevo cargo, los renovados ímpetus en la comunicación no siempre fructifican. A veces, decir más no significa comunicar.
Dice Rubalcaba para reafirmar la superioridad moral (y estética) de la izquierda sobre la derecha que “hay algo en la genética del PP” que explicaría el mensaje grosero del alcalde de Valladolid sobre Leyre Pajín, “que rechina en la lucha por la igualdad”. Algo así como que la lucha por la igualdad de géneros fuera patrimonio exclusivo de la izquierda. La afirmación sugiere que, para el Vicepresidente, los casos de ejemplos soeces en la izquierda son aislados, algo extemporáneo, pero no están en su ADN. Sí en el de la derecha, depositaria de un compendio de egoísmo, caspa, y de una raíz de desigualdad. La descalificación de la derecha sería, entonces, no tanto “por lo que dice” sino “por lo que es”. Estaría en su ser.
Mal augurio es rechazar al otro “por lo que es”, y no por lo que propugna, y es posible que Rubalcaba se lo crea sólo a tiempo parcial y no durante toda la jornada. Recurre a ella consciente de que activa una identificación superior entre los suyos que ya suena a otras épocas. Sólo que la descalificación “ad hominem” del adversario político denota una cierta inseguridad; algo que se precisa para reafirmarse en una pertenencia óptima, innecesario si uno está convencido.
Pasa lo mismo en la derecha. Muchos viven convencidos de que su opción es la única saludable y desprecian lo que se asigna a la izquierda. Quizás la diferencia estriba en que no lo exhiben públicamente como descalificación doctrinaria, tal vez por un complejo de culpa adquirido de forma paralela a la legitimación de la izquierda. No es una diferencia banal. Un acto social democrático obliga a aceptar una suerte de igualdad con el adversario y una renuncia a la idea de superioridad.
El ministro Jáuregui, cuya capacidad de comunicación ha sido descubierta por Zapatero, también se apresura a comunicar. A pocas horas de tomar posesión del cargo, se anticipa al debate interno del brazo político de ETA sobre su idea de hacer política, y distanciarse de la banda terrorista para volver a las instituciones. “Pasan cosas en la izquierda abertzale que el Gobierno no puede dejar de lado”, declara en la línea de lo expuesto por Zapatero. El flamante ministro vasco vuelve a poner la falla en el propio terreno en vez de dar a la ilegalizada Batasuna la oportunidad de un cambio real. Ya no tendría sentido entonces la disyuntiva de “o votos o bombas”, propuesta por Rubalcaba. Dice el Vicepresidente que arranca un gobierno con un presidente y 15 portavoces “de lo suyo y de lo demás”. Frenético impulso: menudo guirigay.
Chelo Aparicio