Hubo una vez un hombre que atravesó el mar diciendo adiós a todo, y gracias a la riqueza de su mirada y a la consolación del lenguaje, logró restituirnos cuanto sabía sobre nosotros. Porque sólo un hombre sin corazón podría arrasar los lugares donde pasó la feliz infancia. Y lejos, no hizo más que evocarla. Resulta difícil entonces no saludar el retorno de un libro como éste: “El Ombú y otros cuentos” (Editorial Arca). Guillermo Enrique Hudson lo dio a conocer en 1902, cuando se había alejado para siempre de aquí. Hay mucho de nosotros, lo de este lado oriental del “río de sueñera y barro” borgeano, como el relato “Historia de un overo”, que figuraba en la primera edición de “La tierra purpúrea”, y al que ahora reubica con los auténticos nombres, como lo hiciera notar en una carta nada menos que el coronel T.E. Lawrence (es decir, Lawrence de Arabia) al escritor Garnett. No éramos tan desconocidos, al parecer, para aquellos hombres. También tenemos aquí la primera descripción del juego del “pato” y la mirada de una yerra, entre otras situaciones que del distante ayer.
«Mi verdadera vida concluyó cuando dejé las pampas«. Estas palabras son el sostén de su notable obra literaria y científica. Una obra tan vigorosa que (según Martínez Estrada) lo emparenta a Tolstoi y Goethe.
Sus padres, nacidos en los Estados Unidos, se casaron en Boston y vivieron en Argentina. En 1833 se instalaron en un pequeño campo y criaron ovejas. Allí nació Hudson el 4 de agosto de 1841. De niño le seducían los pájaros, los árboles, los montes, y hacía largas cabalgatas. Este naturalista del Plata recorrió minuciosamente también la Banda Oriental y en ella ambientó “La tierra purpúrea”, a la que Borges definió rotundamente así: “Uno de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos”.
Hudson se fue a Inglaterra en 1874. Se casó con Emily Wingrave, una mujer bondadosa y aficionada al canto, mayor que él. Juntos pasaron días de eterna pobreza: ella dando clases de canto y él escribiendo artículos para las revistas inglesas. Y sus libros sobre pájaros y sobre hombres de por aquí.
No fue admirado por el gran público, aunque sí por los escritores de su tiempo: Hemingway y Pound entre ellos. Fue amigo de Ford Maddox Ford, Hilaire Belloc y de Thomas Hardy. Y Joseph Conrad dijo de Hudson: «Es delicioso, absolutamente individual. Es como si un fino y suave espíritu estuviera soplándole las frases que pone en el papel». No menos importante que su obra literaria, fue su labor como naturalista: descubrió nuevas especies y sus libros, que se encuentran en el Museo Británico, son altamente valorados por la crítica inglesa.
Volviendo a “El Ombú y otros cuentos”, digamos que abunda en momentos de serena y ruda belleza. Por algo, a la puesta del sol, Hudson solía preguntarse: «¿Qué querrá decir esto?». Seguramente pensando en ello, Borges repetía esta memorable frase de Hudson: emprendió el estudio de la metafísica pero siempre lo interrumpió la felicidad.
Bien dijo Borges (hay que citarlo una vez más) sobre Hudson: “nacido y en la pampa, buscó el destierro para sentir mejor lo que había pedido”. Y aquí está.
Murió veinte años después de aparecido este libro. Tenía 81 años. Su epitafio reza: «Amó los pájaros y los lugares verdes y el viento de los matorrales y vio el resplandor de la aureola de Dios».
Rubén Loza Aguerrebere