El acuerdo fiscal es legislación razonable, apoyada por mayorías de Republicanos, Demócratas e independientes, un percal fácil de colocar según el estándar presidencial. Y aún así el Presidente Obama logró cargarse la faceta política del asunto.
En lugar de explicar el beneficio económico que surtirá el anteproyecto y llevarse el discreto mérito del bipartidismo por un momento, Obama lanza una ofensiva contra socios y detractores por igual. Los Republicanos son «secuestradores» que adoran «el Santo Grial» de la teoría económica de que los pobres se benefician beneficiando a los ricos. Los detractores de izquierdas son «melindres», que prefieren su propia pureza a los intereses de los pobres. El presidente no sólo atacaba la postura política de casi todo hijo de vecino entre la clase política. Cuestionaba públicamente su motivación.
Es difícil imaginarse a los asesores del presidente compareciendo en el Despacho Oval y alentando este enfoque: «Señor Presidente, el mejor rumbo para sacar esto adelante sería verter críticas a probables partidarios del anteproyecto e irritar a su electorado. Esto pondrá de manifiesto exactamente lo íntegro que es, en contraste con la corrupción y el fanatismo que le rodean». No cabe duda de que esta estrategia de comunicación es idea de Obama.
Es la postura retórica predilecta del presidente de cara a la galería: la de dominante en jefe. Se muestra alternativamente desafiante, a la defensiva, exasperado, resentido, duro, insultante y volátil. Es el chico más aplicado de la clase y el matón del recreo al mismo tiempo.
Esta variante de comunicación presidencial reviste muchos problemas, pero sobre todo está su supino engreimiento. El acuerdo fiscal, según la presentación de Obama, no tenía que ver con la economía ni con el país. Tenía que ver con él. Con las concesiones absurdas que se había visto obligado a hacer, la absurda oposición que se ha visto obligado a soportar, la deferencia universalmente insuficiente que se muestra a su sabiduría.
La administración complica aún más su labor de comunicación presentando a Obama como ideológicamente por encima de su propio reconocimiento. Los tipos fiscales de las rentas altas y las medidas tributarias del patrimonio, en la descripción de David Axelrod, son «odiosas». Por regla general, los funcionarios del gabinete no utilizan una palabra así para describir unas legislaciones que un presidente ha accedido a confirmar. Hace que el Presidente parezca débil y transigente en la misma medida. En lugar de un líder que arbitra un acuerdo popular, Obama da imagen de ser un político obligado bajo coacción a vulnerar sus convicciones más arraigadas.
En este extremo de la presidencia Obama, hasta los Demócratas deben de preguntarse: ¿En serio se le da así de mal la política? La lista de errores garrafales crece a buen ritmo. Al tramitar el paquete de estímulo, la administración predice un 8% de paro — una predicción que se convirtió en una losa. Promete la clausura de la cárcel de la Bahía de Guantánamo, sin un plan realista para hacerlo. Envía al presidente a proteger la elección de Chicago como ciudad olímpica y vuelve con las manos vacías. Anuncia «el verano de la recuperación», lo que se convierte en fuente de ridículo. Revela un proceso judicial civil en Manhattan a Jalid Sheik Mohammed – contra el que se vuelve casi todo funcionario local puntualmente. El secretario de prensa Robert Gibbs protagoniza enfrentamientos gratuitos tanto con locutores conservadores como con la «izquierda profesional» que de manera uniforme salen por la culata. El presidente parece apoyar la mezquita de la Zona Cero, antes de retractarse 24 horas después. Insinúa que los Republicanos son «enemigos de los latinos, siendo incapaz al parecer de distinguir entre el comportamiento sin escrúpulos y la expresión insultante destinada a intimidar.
En ciertos terrenos -como la reforma de la educación o el acuerdo fisca-, la práctica ejecutiva de Obama es mejor que sus habilidades políticas. Pero estas habilidades importan precisamente porque el capital político es limitado. La búsqueda inicial de la ambiciosa reforma sanitaria, como sostenía internamente el Jefe de Gabinete Rahm Emanuel, fue un error político. Pero todo presidente tiene derecho a derrochar su popularidad en la cuestión de principios que considere. Los riesgos políticos, asumidos por convicción con los ojos abiertos, son un admirable elemento del liderazgo.
Pero los errores políticos cometidos por resentimiento o mala planificación minan la posibilidad de progresos. En lugar de invertirse, la popularidad se malgasta, algo que la administración Obama ha hecho con frecuencia.
¿Por qué tantos errores gratuitos? La ineficacia del gabinete de comunicaciones y del gabinete político de Obama podría formar parte del problema y la administración está apuntando ya cambios significativos en la plantilla de la Casa Blanca el año próximo. Pero esta semana quedaba a la vista una explicación alternativa. Quizá los Demócratas no eligieran a otro Franklin Roosevelt ni a otro John Kennedy, sino a otro Woodrow Wilson, un político saboteado por su propio complejo de superioridad.
En mitad del debate fiscal, Obama ha demostrado ser un aliado pendenciero y un enemigo falta de interés, consternado generalmente por la realidad sucia del ejercicio legislativo. No aguanta a los imbéciles, al contrario que San Pablo. Por desgracia, parece estar metiendo en esa categoría a cualquiera que discrepe con él.
Michael Gerson