El régimen chiita iraní es una buena representación de cómo una revolución popular se puede torcer por obra, y gracia, de una oligarquía construida en torno a las aspiraciones manipuladas de un pueblo. El Sha era un demonio para su pueblo, su policía política practicaba el terror con la misma diligencia con la que los guardias urbanos dirigen el tráfico, y su ejército no era más que un bastión siniestro del poder imperial, alimentado por la CIA y los intereses del petróleo estadounidense. Irán hacía de guardián de la zona. Era corrupto, pero era útil, criminal y útil. Muy útil, no hay que olvidarlo.
Y llegó la revolución, prendió con fuerza por el sufrimiento y el hastío de la población e identificó la occidentalización de aquél régimen con el horror que practicaba. Y por eso fue posible que prendiera la concepción fundamentalista de un islamismo que surgía de las entrañas mismas de aquel régimen represivo y opresivo. La revolución popular se tornó islámica y aunque el país aún conserva, en apariencia, los elementos propios de una estructura democrática construida durante aquel proceso, la verdad es que de la religiosa espiritualidad de tanto clérigo tocado, brotó el mismo ansia de poder, político y económico, la misma corrupción y la misma hostilidad hacia los derechos y las libertades de los iraníes.
Prácticamente dos generaciones han vivido sometidas a este horror del Consejo Supremo y la Guardia Revolucionaria, y Mahmud Ahmadineyad no es más que un exponente zafio e ignorante de la división social del trabajo que practican en la cúpula del país de los Ayatolahs: los clérigos se mantienen al frente del negocio del petróleo con grandes y lustrosos dividendos y este sujeto y sus pandillas de agitadores, detentan el poder político para mantener a raya la reacción popular.
Más bien lo que pase en el futuro en Irán no será el fruto del contagio, sino la reedición de las revueltas de 2009 contra el fraude electoral, la revolución verde que protagonizó una generación joven y un movimiento de las mujeres insólito desde 1979, allí y en cualquier otro país de la zona. Una reedición de la chispa, la que ha motivado a tunecinos y egipcios y alimenta en la oscuridad aún la rebelión en otros muchos países.
Me pregunto si con respecto a esta latente movilización popular iraní no surgirán las mismas dudas sobre la legitimidad de su destino, o si, por el contrario, como todos entendemos que ya están curados de espanto, esto ni se nos pase por la cabeza. Como si el resto de los árabes no supieran qué quiere decir progreso, libertad, derechos, justicia, frente a corrupción, dictadura y represión, y fueran a caer fulminados por un rayo fanatizador surgido de los minaretes, intoxicando las pancartas revolucionarias tanto como el corazón de quienes las portan. A veces tener cuidado es algo muy peligroso. Y a veces, hasta ridículo.
Rafael García Rico