lunes, noviembre 25, 2024
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Los salones de la vergüenza

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Hace tiempo ya que la izquierda abandonó un principio al que, tradicionalmente, la derecha se ha resistido: la legitimidad de las intervenciones en el exterior en defensa de los derechos humanos y contra las dictaduras. Una suerte de multiculturalismo mal entendido y de indiferencia mal digerida, según los casos, ha dejado a su suerte a los ciudadanos sometidos en muchos lugares del mundo. Por un lado, se hacían negocios. Por otro, se aprovechaban los regímenes totalitarios para contener peligros que se tenían por más urgentes o primordiales. O se teorizaba sobre las diferencias culturales o se miraba para otro lado. Mientras, aquí y allá, miles de asesinados, encarcelados, expulsados, violentados y sometidos. No es para estar orgullosos, desde luego.

Tras la invasión de Irak la intervención internacional se dibujó como el inútil espasmo de la extrema derecha occidental o como el recurso para asegurarse el suministro de petróleo. Cuando había que justificar de algún modo la indiferencia con que se contemplaban los crímenes de Sadam Hussein, se hablaba de que, en todo caso, la vaga presión –que no otra cosa- debía hacerla, en todo caso, Naciones Unidas. Pero, mal que nos pese, Naciones Unidas es una organización internacional que ni tiene los medios ni los mecanismos adecuados para reaccionar seriamente ni es una entidad democrática. El escándalo de colocar a Libia en 2003 a la cabeza de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU no pareció importunar a los gobiernos del mundo, ni las noticias de constantes atentados contra las libertades y los derechos, ni la antigua financiación del terrorismo, ni la expulsión de los comisionados de ACNUR, ni nada de nada.

Quizá sea ya tarde para reaccionar ante el modo criminal con el que Gadafi ha respondido a la rebelión de los ciudadanos de su país, desde luego tarde para los muchos que han muerto a manos de militares y policías del régimen. Quizá ahora, paradójicamente, hasta los antiamericanos se muestran preocupados más por el petróleo que por los libios e incluso para buscar en esto un remedio a corto plazo sea ya, igualmente, tarde. ¿Es tarde también para repensar las relaciones internacionales de las democracias con las dictaduras? ¿Es posible cambiar una ONU inútil y desprestigiada? ¿Es la guerra, a la que tantos se oponen, el único sistema para reaccionar contra la barbarie o se puede intentar poner coto a las dictaduras y dar apoyo a los demócratas de esos países?

Si los libios ganan a Gadafi ahora no deberán nada, ni a la ONU, ni a las potencias del mundo occidental, aunque después se les hagan fiestas aquí y allá. Si Trípoli y otras ciudades libias, algunas al parecer ya ganadas por los rebeldes, son el escenario de una masacre espeluznante, el Consejo de Seguridad de la ONU y los salones de tantas cancillerías lo son de la vergüenza.

Y más. Está muy bien que el PP subrayara que su política exterior está unida a los valores democráticos y que critique las políticas de evaluación y previsión del Gobierno pero recordar al mismo tiempo las entrevistas del presidente Rodríguez Zapatero con Gadafi es de una hipocresía vergonzosa. Como si no fuera este un impresentable y criminal dictador cuando regaló un caballo a Aznar a cambio de alabar su compromiso contra el terrorismo y presentarse como mediador entre Gadafi y Bush. O cuando el ex presidente fue a Sevilla en 2007 para cenar con el libio.

Germán Yanke

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