Nunca los “ratones” adquirieron mayor rango de dignidad. La denominación de Gadafi hacia quienes reclaman su libertad en medio de la masacre inflingida contra su pueblo aporta una esencia de ternura y piedad a quienes así llama, frente a quien lo pronuncia.
Pues no faltó de nada en las vergüenzas públicas del tirano. Desde arengar a jóvenes, mujeres y niños a salir a la calle “contra los ratones” y tocarse con un brazalete verde para despejar el campo a batir, hasta matar, matar como fuera a los rebeldes, en virtud del código penal libio en el que todo cabe. Tampoco faltó su auto loa ungido con su peculiar vestimenta, retocado con su fular, adornado con distintas gafas, nombrándose a sí mismo. Viéndole, cualquier otro dictador vecino pareciera un aprendiz, con una pizca de vergüenza para jalear las matanzas. Ratones, borrachos, drogadictos, dice de quienes luchan. El paranoico. El que mezcla todo, el antiamericanismo, el antiislamismo, en las horas fúnebres de desesperación. También antes: el financiador del terrorismo y estadista occidental. Con dinero pagó todo: los crímenes y su culpa.
Es él, Muamar el Gadafi, excéntrico, exclusivo, aquél que fue recibido en la etapa antifranquista como el liberador de una monarquía cuasi feudal que, tras iniciar unas nacionalizaciones fértiles para su pueblo, cerró las puertas hacia sí mismo durante más de cuarenta años; con su libro verde, la asamblea del pueblo, su Jamahiriya, el talismán, esa que libra de responsabilidad a su dirigente si las cosas no funcionan; y a quien retornan las culpas. Una gran lección para los grandes mitos de la revolución: la degradación del progreso sin libertad. Véase el peligro del régimen de Irán, heroicos opositores.
Chelo Aparicio