Para visitar a funcionarios de Hezbolá, hay que girar a la izquierda por la carretera del aeropuerto nada más pasar una valla publicitaria que muestra al Presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad saludando tímidamente a los automovilistas que circulan. A continuación se entra a un vecindario conocido como «los suburbios del sur», que constituyen la densa fortaleza urbana de la milicia chiíta.
Aquí se encuentra la sede del colectivo que ya forma el bloque más grande del parlamento del Líbano. Es una situación inusual, por decirlo diplomáticamente: El gobierno libanés está dominado por una organización a la que Israel y Estados Unidos consideran «terrorista». Es más, la prosperidad de Hezbolá ha dado a sus patronos de Teherán lo que viene a ser una punta de lanza a orillas del Mediterráneo, cuyas cristalinas aguas se encuentran justo al oeste del fortín de la milicia.
Entender a Hezbolá es como ver una obra de sombras chinescas; sus verdaderas acciones están apartadas de la vista. A la organización le gusta el poder, y su ala militar (que insiste es únicamente «resistencia» a las tropas israelíes del sur) es más fuerte que el ejército libanés. Pero no quiere ninguna responsabilidad en las decisiones que van con su poder, como descubrí durante las conversaciones mantenidas con diversos representantes de Hezbolá.
Me reuní la pasada semana con Ammar al-Mousawi, el jefe «de la diplomacia» de Hezbolá y varios subordinados en el departamento internacional de la organización. Se trataba de una visita «oficiosa», de manera que no puedo citar directamente a Mousawi ni a sus colegas. Pero la conversación mantenida ilustra el razonamiento del jugador más inflexible de la liga política más rígida del mundo.
Hezbolá parece darse cuenta progresivamente de que las revueltas que recorren Oriente Próximo han alterado sutilmente el partido en su favor. Los representantes ven al mundo árabe entrando en política más pluralista y democrática con la caída de los regímenes de Túnez, Egipto y puede que Libia. En este nuevo clima, Hezbolá no desea ser considerado una milicia sectaria ni un aguafiestas, sino un socio democrático (aunque uno potente que tiene miles de misiles apuntando hacia Israel). Al ser Túnez, Egipto y Libia países sunitas, los acontecimientos recientes pueden considerarse en parte como un renacimiento político sunita, que Hezbolá tiene que respetar.
La primera tarea del gobierno del Líbano dominado por Hezbolá va a ser la delicada cuestión de la investigación abierta en las Naciones Unidas al asesinato en 2005 del ex primer ministro Rafiq al-Hariri. Un tribunal especial de la ONU viene investigando el caso, y las informaciones aparecidas en prensa han predicho que dentro de poco dará a conocer las conclusiones vinculantes que imputarán delitos a miembros de Hezbolá como autores materiales.
Para ganar influencia sobre el tribunal, en enero Hezbolá forzó la salida del hijo de Hariri, Saad, como primer ministro. Será relevado por Najib Mikati, un ex primer ministro que es uno de los empresarios de más éxito del Líbano y es íntimo del Presidente sirio Bashar al-Assad. Mikati ha dicho que apoyará al Consejo de Seguridad, que presumiblemente incluye al tribunal. Pero Hezbolá parece seguro de que el efecto práctico de cualquier condena se verá mermado y que la cuestión quedará finalmente en el aire siguiendo la costumbre característica libanesa.
Los representantes de Hezbolá parecían sorprendentemente discretos al hablar del tribunal la semana pasada. Los funcionarios dicen que hay consenso en torno a la necesidad de que haya justicia por la muerte de Hariri, pero la discrepancia surge con el mecanismo. Esto tiene el efecto de ir arrastrando el problema hasta Mikati, y evitar cualquier rastro directo que apunte a que Hezbolá estrangula al tribunal.
La cuestión del tribunal ilustra las frustraciones de la política libanesa. Nadie tiene nunca la culpa de nada. El responsable siempre está en otro sitio. Tal vez Mikati, con sus nociones empresariales, pueda abordar este problema de transparencia.
Tan ansioso está Hezbolá por evitar la responsabilidad de decisiones impopulares que los representantes ponen reparos a las descripciones de la nueva administración como controlada por Hezbolá. Y puntualmente se niegan a suscribir las tácticas de su socio de coalición, el General libanés jubilado Michel Aoun, que se presenta como rival del Presidente Michel Suleiman por la dirección de la comunidad cristiana del país.
¿Ve Hezbolá alguna puerta abierta a Occidente en el clima post-Plaza de la Liberación? ¿Es posible un «reinicio» en Oriente Próximo que pueda permitir el diálogo gradual con, digamos, Estados Unidos? No he oído mucho entusiasmo por esa idea, pero Hezbolá no se opone a prolongar la cooperación militar entre el Líbano y Estados Unidos. De hecho, Hezbolá dice engañosamente que quizá el ejército libanés deba recibir más armas estadounidenses, a sabiendas desde luego de que Estados Unidos nunca se las proporcionará mientras Hezbolá sea la mayor fuerza política en la ciudad.
Hezbolá es un jugador político despiadado, pero es un error subestimar la delicadeza de sus tácticas. Sus funcionarios insisten en que no importa lo que pueda creer Occidente, la milicia chiíta es lógica (léase defensora de sus intereses) en la puesta en práctica de sus políticas. Y el siempre lógico Hezbolá parece darse cuenta de que hasta la presunta «resistencia» va a tener que hacer ajustes durante este periodo de agitación árabe.
David Ignatius