martes, noviembre 26, 2024
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España en el país de las maravillas

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“No hay en Europa una terminal así. Somos los nuevos ricos del continente”. Acababa de embarcar en la T4 de Barajas acompañado por un productor de televisión harto de dar tumbos por el mundo. Ya en el avión insistió en su argumento: “recuerdo cuando venían a Madrid los argentinos y se hospedaban en los mejores hoteles y dejaban en el restaurante propinas de mil pesetas. Un amigo de entonces que presumía de Buenos Aires, más sensato o mejor informado que otros, ya pensaba que vivían por encima de sus posibilidades y que más temprano que tarde todo se iría al pedo. Y así fue González, llegó el corralito y cerraron la feria. Aquí, sin embargo abrimos las casetas sin enterarnos de nada”.

¡Qué razón tenía! De un país en blanco y negro a otro en tecnicolor. Estructuras faraónicas que saltan sobre las montañas o las horadan como hormigueros, alta velocidad multiplicada por miles de kilómetros, puertos gigantescos, aeropuertos en cualquier lugar por el que ustedes me pregunten, ciudades restauradas, repintadas, peatonalizadas y ajardinadas, dotadas de todo tipo de edificios originales firmados por los arquitectos más fantásticos, palacios de congresos, museos fantasmagóricos sin nada dentro, cajas mágicas y ciudades de las artes y de las ciencias, del mar y la montaña, de la justicia y de la biblia en pasta. Ni una comarca sin universidad –aunque sea más barato mandar a costes pagados a todos sus estudiantes a los Estados Unidos que mantener abiertas las aulas-,  sin su correspondiente hospital o su centro cultural capaz de representar la opera Aída con elefantes y todo. Ni falte en los pueblos sus festejos recuperados,  el maravilloso e internacional festival de cine, la ruta turística o el castillo en ruinas restaurado para actividades sin activistas. Y qué decir de las fiestas mayores, menores o inventadas con sus conciertos multitudinarios, sus fiestas de toros y la inevitable reina de todo con sus damas de honor.

Y en este carnaval de políticos iluminados cada uno se compró el disfraz que más le gustaba: los chavales cambiaron los libros y su futuro por cualquier trabajillo bien pagado y muchos de sus padres se vistieron de propietarios. Dinero barato para el piso en propiedad, la segunda vivienda, el auto familiar y el coche para la niña y el coche para el niño, móvil para el abuelo aunque no sepa manejarlo y ya que estamos,  muebles y televisiones panorámicas y viajes al Caribe o a la Conchinchina para poder grabar eso de españoles por el mundo.

Se vendió también mucho el traje de emprendedor. Todos empresarios sin arriesgar un euro propio y sin puñetera idea de cómo se lleva un negocio. Todos funcionarios, empleados de banca, profesionales, creadores o artistas y los trabajos de toda la vida, desde servir una caña a limpiar lo que está sucio, cuidar de los niños y de los viejos o poner ladrillos en una obra que lo hagan ellos, que para eso han llegado y ya se irán por donde han venido.

Y cuando todos cantábamos aquello de “cómo hemos cambiado” ahora van y nos dicen que hay que apagar las luces, que debemos conducir menos y más lento, que hagamos el favor de devolver los créditos y que vivamos de alquiler y, lo que es peor, que trabajemos más horas y que nos jubilemos más tarde.

Y yo sé que muchos están buscando, como Alicia, el agujero que les devuelva a España en el país de las maravillas, aunque se encuentren allí a Mariano Rajoy, sentado en el trono de la reina malvada, ordenando ¡qué les corten la cabeza! Y yo me temo, y así se lo tengo que decir, que a mí me parece que el cuento se ha acabado.

Fernando González

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