Cada once de marzo siento el mazazo duro de la memoria golpeando con fuerza. Pasa el tiempo, es cierto. Y no se puede vivir apegado a la insistente presión del recuerdo. También es cierto. Pero no lo es menos que vivir sin saber por qué podemos vivir, es una agonía de la conciencia que nos puede vaciar, robar el alma, dejarnos sin sentido, vagabundeando por la vida sin otro afán que el de estar sin ser.
Quiero que seamos. Y quiero que seamos porque la memoria, sin travesuras ni embellecimientos falsos, me trae a la retina la imagen nítida de una ciudad lloros, volcada en el sufrimiento ajeno, convirtiéndolo en propio. Una ciudad que, sumergida en el espanto, arrastraba su desgracia apropiándose del dolor de cada uno para hacer una gran fuente de lagrimas de solidaridad. Mi ciudad fue la ciudad de los hombres, de las mujeres, de los niños; de los hombres y de las mujeres y de los niños, dicho dos veces con comas y sin ellas y con conjunciones, para recalcar que la ciudad fue de los ciudadanos, esa palabra que nunca tuvo tanto sentido como entonces.
Nos faltan los que se fueron. No hemos podido retener como merecían sus rostros y sus cuerpos, sus vidas rotas en el universo de los vivos, porque no hemos sido capaces de ser más tiempo que unos pocos días, aquellos ciudadanos de corazón y alma viva que hubo en mi ciudad. Nos faltan aunque queramos traerlos de vez en cuando a nuestra voz, nuestra palabra.
Nos faltan en imagen, en sonido: nos falta la expresión de sus ojos porque la nuestra, deformada por el llanto y la rabia, los recuerda yacentes, tendidos a la deriva en un mar de hierros, de pólvora y de sangre. Pero sólo cuando vienen a la memoria, dulcemente, sin exigencias, llenos de tristeza y comprensión. Nos faltan, porque aunque no nos falten muchas veces, cuando los recordamos al cabo de un año, nuestro recuerdo sin fuerza se apaga, poco a poco, y ellos apenas consiguen desamordazarnos para oír de nuestra voz el último quejido, la última pena, el último dolor: el que se extingue lentamente, desdibujándose en el aire, desapareciendo poco a poco.
Nos faltan, sí. Pero nosotros les faltamos a ellos. Nos buscan, nos ansían; allá donde se quedaron en los minutos salvajes del ruido y de la ira, allá donde están, nos añoran más que nosotros a ellos. Y eso me da mucha pena. Les faltamos porque no les damos el consuelo del recuerdo, la paz de la memoria. Cada once de marzo me doy cuenta de que el once de marzo fuimos buenos, en mi ciudad fuimos buenos, y desde entonces, en mi ciudad siento que no hemos vuelto a serlo como debiéramos.
Nos faltan, sí. Pero nosotros, los de entonces, tampoco estamos ya.
Sí, nos faltan.
Rafael García Rico