Con motivo del caso Faisán y el detalle que se ha ido conociendo de las actas de ETA sobre el famoso “proceso”, ha vuelto a la actualidad el debate sobre la lucha contra el terrorismo. Desde el Gobierno y el PSOE –y también desde otros sectores más o menos afines- se reprocha al PP convertir “el terrorismo” en punta de lanza de la batalla política, como ya se le reprochó, precisamente, durante el “proceso” y la negociación con ETA. Ahora, los conservadores suben el tono –aunque no como entonces- y, de entre ellos, algunas voces minoritarias piden la ruptura de lo que quede del Pacto contra el Terrorismo o de la buena sintonía que ha venido habiendo en esta segunda legislatura de Rodríguez Zapatero en materia de lucha contra ETA.
No hay duda de que las políticas de Estado, como es evidente que es la lucha contra el terror, deberían quedar al margen del rifirrafe cotidiano. Sin embargo, resulta imposible que estos temas estén fuera del debate cuando se han llevado a cabo sin consenso previo y trasgrediendo algunas normas elementales, más allá del contenido de las negociaciones que vamos conociendo con detalle. Por poner un ejemplo, que no es ni mucho menos menor. Si el presidente del Gobierno aseguró en sede parlamentaria que, después del atentado de la T-4, no había diálogo posible con ETA y se comprueba que, sin embargo, lo hubo, no se puede pedir a los engañados que callen para no convertir el terrorismo en materia de confrontación política. El Gobierno aduce en ocasiones que, tras la primera reunión del presidente con el líder de la oposición sobre ese proceso de negociación hubo una filtración, causa de que, por prudencia según esta versión, se suspendieran las siguientes. Pero el presidente debería haber sabido que se metía, a un lado los contenidos, en una ruta que no podía ser una aventura personal, sino un grave camino que era imposible recorrer sin consenso constante. Fue el mismo quien, por ejemplo, se empeñó en que su intento fuera ratificado innecesariamente en el Parlamento Europeo sembrando la desunión incluso fuera de nuestras fronteras.
Si la opción ante todo esto es el silencio supuestamente debido es que se ha perdido el sentido común, sencillamente. Otra cosa es, sin embargo, que, ante la naturaleza de la cuestión, el tono exigible tenga que ser contenido. Uno de los problemas del PP fue el tono elegido durante ese periodo de negociación con la banda. Por un lado, lo que podía haber sido una actitud crítica, incluso duramente crítica, pero acompasada con propuestas y criterios razonables (y bien explicados) se convirtió en una marabunta en la que todo se enmarañaba. Y tengo para mí que buena parte de la opinión publica rechazó tanto el modo de hacer del Gobierno como el tono del discurso de la oposición, aunque resulte injusto comparar uno y otro.
Quizá ahora puedan, a pesar de todo, cambiar las cosas. Aunque lo dudo.
Germán Yanke