lunes, noviembre 25, 2024
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Resurrección

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Estábamos hace unos días en tiempo de Semana Santa, y de la Semana Santa hablé en mi crónica anterior. Hoy estamos en tiempo de Resurrección, y de la Resurrección voy a ocuparme.

Cuando yo era joven, en mi pueblo sevillano, un párroco muy pueblerino y muy castizo comenzó así su sermón en la misa de tal día como el domingo pasado:

“Hermanos míos, hoy es la fiesta más grande de todo el año. Hoy es el día de la Resurrección del Señor, el hecho más importante de toda la historia. Y ¿sabéis por qué es tan importante? Pues os lo voy a decir: porque si Cristo no hubiera resucitado, el pecado habría vencido a la virtud. Porque si Cristo no hubiera resucitado, la muerte habría vencido a la vida. Y, sobre todo, porque si Cristo no hubiera resucitado, iba a ser cura su padre”.

Al principio, a todos nos dio la risa. “Este Don Antonio”, comentaba el pueblo divertido, y yo mismo me reí y lo conté otras veces como uno de esos chistes que de verdad han sucedido.

Pero luego me puse a pensar. Y, pensando pensando, me dí cuenta de que la frase tiene mucha miga. Si Cristo no hubiera resucitado, no es que yo no estaría ahora expresando aquí las ideas que expreso, es que mi vida entera sería diferente. Iba a ser cura su padre, iba a ser creyente yo, iba a tener yo la ética que tengo, los principios en que me apoyo, las convicciones que constituyen la clave de mi vida. Ni por asomo. Mi existencia habría resultado totalmente distinta. Y hablo en primera persona para que en primera persona se hablen mis lectores cada uno a sí mismo.

Sé que existe mucha gente de bien en otras religiones, y mucha gente de bien sin ninguna religión. No han elegido donde nacer, y si nacieron en una país o en un grupo social con otros credos, pues otros credos siguen, y pueden ser personas maravillosas. Es un tema que desarrollaré otro día, y que me merece el máximo respeto.

Pero ahora hablo de quienes creemos en el hecho de la Resurrección de Jesús. Y este cumplirse de todas sus promesas -resucitaré, iré al Padre, vendréis al Padre, hoy estarás conmigo en el paraíso- es lo que llena nuestras vidas de voluntad de redención, de realidad de perdón, de vocación de entrega al servicio de todos, de alegría por la misericordia, de entusiasmo por la vida, don de Dios, regalo de Dios, seguridad en la promesa de nuestra propia resurrección.

Soy un hombre de la calle y hablo para los hombres de la calle. El párroco de mi pueblo era cura y yo soy seglar. Pero la llamada de Dios para ser sus testigos en la tierra nos es común. El contento interior de sentirle dentro de nuestra vida lo compartimos con millones y millones de personas, muchas más de lo que parece, porque alborotamos poco, no insultamos a nadie, tratamos de vivir honradamente y predicamos al Dios que llevamos en el corazón, quien con la palabra, quien con la vida familiar, quien con el trabajo, quien con el servicio, quien con todo a la vez, según vocaciones, capacidades, posibilidades, ocasiones, pero todos conscientes de un encargo de Jesús que es a la vez una invitación y un mandato: “Id y predicad a todas las gentes”. Ayudadme a salvar a todos los hombres. Dadle a los demás el tesoro que he depositado en vosotros. Y no os agobie que parezcan rechazarlo: la semilla ha de plantarse, y luego, quien sabe cuándo y cómo, el Señor la hará fructificar.

La Resurrección es nuestro mejor mensaje y nuestro mayor bien. Y el bien, aseguran los filósofos, es difusivo por sí mismo. A ver si es verdad.

Alberto de la Hera

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