lunes, noviembre 25, 2024
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Mes de María

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Mayo ha sido siempre el mes de María. Ahora parece que a la gente le da vergüenza hablar de mayo en esos términos, hablar de cualquier cosa en términos de religiosidad. Y por “la gente” entiendo nosotros, los cristianos, porque los de otros credos religiosos vaya si hablan de lo suyo, vaya si presumen, vaya si lo lucen, vaya si lo imponen, vaya si lo defienden, vaya si lo viven. Mientras que nosotros, poco a poco, nos avergonzamos, nos retiramos, dimitimos, nos suicidamos. Se suicida nuestra civilización, agoniza nuestra cultura, perdemos nuestra identidad. Y luego nos asombra que nos okupen. Es una ley de la naturaleza: el vacío se llena siempre de otra cosa. Y no nos están echando; nos estamos retirando nosotros. Eso sí que es una vergüenza.

Así pues, mayo es el mes de María. Y, para entender por qué debemos recordar a María, y dedicarle un mes, y volcarse en detalles para con ella, podemos recurrir a muchos argumentos. Yo voy ahora a fijarme en el que quizás sea el primordial entre todos ellos.

Desde los inicios de los tiempos, las relaciones del hombre para con Dios se han basado sobre todo en dos modelos: el temor y la adoración. El hombre teme a un Dios implacable al que hay que tener propicio -sacrificios a la Divinidad  para impetrar su benevolencia- o adora a un Dios todopoderoso al que hay que tener respeto. El siervo teme al Señor; la creatura adora al Creador. Pero el Cristianismo ha introducido en este panorama universal una maravillosa novedad: Dios es Padre, y la relación del hombre con Él es una relación paterno-filial, es decir, una relación de confianza, de amor, íntima,  entrañable. La oración es diálogo, es conversación, y el alma delante de su Padre no tiembla, se conmueve.

Y este modo de relacionarse el Padre y sus hijos ha dado al Cristianismo su carácter propio, lo ha definido, lo ha hecho ser -lo digo con el mayor respeto a todos los credos- el más humano de todos los caminos para llegar a Dios.

Y aquí resulta fundamental el papel y la misión de María. ¿Cómo podía salvarse la infinita distancia entre nosotros y Dios? ¿Cómo podíamos llegar a conocerle como Padre, llegar a reconocernos como hijos, llegar al amor en que se apoya toda nuestra vida? No bastaba que los profetas nos lo dijeran, que los teólogos nos lo razonaran. La palabra y la ciencia pueden ser clarificadoras, pero no bastan para hacernos entender la espléndida realidad de que Dios nos llama hijos porque es nuestro Padre.

Jesús vino a redimirnos del pecado con su muerte; pero también nos redimió de la   servidumbre con su nacimiento. Se hizo hombre, nació de una mujer, se igualó a nosotros, fue nuestro hermano. Y era el Hijo de Dios. Hermanos del Hijo, hijos éramos. Ya no esclavos, ya no siervos, ya no creaturas simplemente. Jesús nos dio a conocer el gran misterio, la realidad de nuestra filiación divina. Y para ello, para que tal maravilla sucediera de un modo natural y humano, para que supiésemos que somos hijos de Dios en cuanto que somos hombres, hacía falta el sí de una mujer. Y esa mujer fue María. A cada uno de nosotros nos ha dado a luz una mujer, como María dio a luz a Jesús. Somos hermanos de nuestros hermanos los demás nacidos de mujer, hermanos de Jesús nacido de María, hijos del Padre común.

Qué corto resulta mayo para agradecerle a María todo lo que le debemos. Pues anda, que si llega a ser febrero…

Alberto de la Hera

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