miércoles, noviembre 27, 2024
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La Justicia y la Ley

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Existe una muy extendida tendencia a identificar la Ley con la Justicia. La norma jurídica -tal es la tesis- es un dogma. Lo que en la misma se establece eso es lo justo. No hay que darle vueltas a cuál es la conducta adecuada a derecho y cuál no: basta obedecer la ley.

Detrás de esto hay escuelas científicas, y también una muy amplia opinión o convicción popular. No voy a entrar en discusiones de escuela; escribo para los no especialistas, los buenos ciudadanos que tratan de vivir honestamente según justicia y derecho.

La ley la dicta el ocasional detentador del poder. Puede ser un Parlamento o cualquier otro medio u órgano legislativo. Algunos de éstos serán legítimos, otros no. Algunos no serán democráticos y otros sí. Pero la legitimidad del poder ¿basta para legitimar su ejercicio? O, dicho de otro modo, ¿toda norma que sea dictada por un poder legítimo ha de ser considerada justa?

La respuesta es no. La historia, y el presente, están repletos de leyes legítimas en su procedencia que no lo son en su contenido. Habrá, por ejemplo, países que tengan establecida legalmente la pena de muerte, y son muchas en todo el mundo las personas que consideran que tal pena es siempre inadmisible e injusta.

Lo que hace que este ejemplo no suscite mayores problemas es que esa ley no ha de aplicarla el ciudadano sino la autoridad. El ciudadano considera que tal norma no debiera existir y, o se calla, o escribe, o asiste a una manifestación o, si es el caso, vota en contra. Deja clara su opinión adversa y ahí acaba su acción. Pueden ponerse varios otros de ejemplos, y la realidad es siempre la misma.

El problema surge cuando la aplicación de la ley está en manos del súbdito, no de la autoridad. Del aborto a la eutanasia, del pago de impuestos para finalidades determinadas al cumplimiento de diferentes deberes cívicos u oficiales. Éste es el campo de la objeción de conciencia. Otro día me ocuparé de ella.

Lo único que aquí deseo dejar claro es que la justicia es previa al ejercicio del poder. Y que éste, al dictar la ley, puede dictar leyes injustas. Y lo hace constantemente, ahora y en muchos países. Pero el legislador no es el dueño de la vida, ni de los demás derechos esenciales del ser humano. Existen con anterioridad al propio nacimiento del Estado, y éste ha de reconocer y garantizar tales derechos; ni los crea, ni los concede, ni puede regularlos según su criterio. El poder está por debajo de la justicia.

De hecho, incluso es importante señalar que el Estado no es sino un organismo subsidiario, cuya misión consiste en ofrecer a la Sociedad aquellos servicios -en el más amplio sentido de la palabra- que ésta no puede proporcionarse a sí misma. La protagonista es la Sociedad; el Estado le ayuda. Pero éste, ni determina ni decide, ni debe determinar ni decidir, el contenido de la justicia, al que habría de responder siempre la norma jurídica.

Otra cosa es, además de injusta, caótica. El Estado está integrado por diversas entidades u órganos o servicios que existen en clara dependencia, en los casos de totalitarismos, de la voluntad de la Dictadura; y en los casos de democracias, del voto cambiante de la ciudadanía. Ni aquella voluntad puede ser -normalmente no lo será- una fuente de justicia, ni cabe determinar, de elección en elección y de legislatura en legislatura,  un criterio de lo justo y lo injusto que resultaría necesariamente cambiante.

Hoy está en discusión la propia idea de justicia. ¿Qué más quiere el poder que esa difuminación de los fundamentos del Derecho, para poder imponer sin trabas las tesis dimanadas de una ideología de partido? El artículo 1º de nuestra vigente Constitución afirma que son valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. Hay que suponer que se trata de cuatro valores previos al Derecho y al Poder, y que están por encima de los mismos. Si es el gobernante quien, a través de la ley, ha de definir su contenido, los cuatro valores superiores pasan a ser valores supeditados, de sentido ocasional y al servicio de quien manda. Eso, justamente, es lo que llamamos identificar la ley con la justicia.  

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Alberto de la Hera

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