El Banco Mundial y las instituciones europeas anuncian, por fin, en los últimos días, nuevas aportaciones para luchar contra la hambruna del cuerno de África. Es la primera vez en muchos años que la ONU declara la existencia de una plaga de esta naturaleza en una región. Afecta a Kenia y Somalia, principalmente. Pero podría haber afectado a otras zonas con condiciones similares.
La realidad dice que las circunstancias que devastan la vida en esos territorios viene determinada no sólo por condiciones climáticas, también por factores de organización social, de administración política, del orden internacional que asume como un “mal inevitable” que hechos como éste asolen a poblaciones enteras –más de diez millones de personas se encuentran afectadas– y que la vida se extinga con la naturalidad con que mío hace en los parajes de la miseria y de la pobreza.
Que nuestro mundo es extraordinariamente injusto no es ni una novedad ni ningún descubrimiento intelectual: es un hecho que se repite en distintos ámbitos pero que, generalmente, siempre afectan al mismo tipo de personas.
La crisis alimentaria viene precedida por otras situaciones terribles producidas por la manipulación de los precios de las materias primas y por otros factores asociados a la especulación y a la peor interpretación económica del capitalismo, abandonando a su suerte a los más débiles, que en este caso son físicamente los más débiles y no sólo en cuanto a su fortaleza social, sus aspiraciones o sus capacidades. Son débiles por desnutrición, hambre, enfermedad y sufrimiento derivado de todo ello. Eso es lo que los hace débiles y nuestra irresponsabilidad con nuestra propia especie es lo que los hace definitivamente vulnerables, pues cerramos los ojos hasta que las catástrofes adquieren la dimensión suficiente para abrir cuentas solidarias, hacer espacios televisivos muy comerciales o adornar las parrillas de la programación con especiales que radian el dolor ajeno con la misma perversión moral que hay detrás de los relatos del corazón.
El silencio cómplice de la política general, de la economía, de los llamados movimientos sociales y, por qué no decirlo, de los nuevos aspirantes a proteger con su indignación nuestra salud democrática, cuya limitación en sus abundantes reivindicaciones al tratarse de este tema, es estruendosa, nos hacer parecer seres sin corazón que hemos creado una sociedad y un sistema político ausente cuando la necesidad objetiva de su actuación ética, es más evidente y mucho más estruendosa.
Esa zona de África es famosa por ser escenario de conflictos políticos, étnicos y religiosos que esconden intereses geoestratégicos, por ser tierra de intolerancia alimentada por la peor interpretación del islamismo y por haber creado, a conciencia y con otras complicidades más que sospechosas, un mercadeo basado en la piratería.
Estamos a tiempo de hacer algo más que una foto del sufrimiento y de conmovernos al verla. Nuestra obligación pasa por responder con urgencia –con más urgencia que la demostrada, por cierto- para prevenir situaciones dramáticas como ésta y también para establecer un nuevo modelo de relaciones económicas, de regulación de los mercados y de persecución de la especulación en los precios que arruina las expectativas de comunidades enteras. Es hora, de la política hecha con sensibilidad, inteligencia y sensatez. Tan sencillo como eso. Y así demostraremos con hechos y certezas que no hemos mandado a África al cuerno y que nuestra preocupación es tan cierta en los momentos más dramáticos como en aquellos otros en los que se asientan las bases para evitar las tragedias innecesarias.
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Rafael García Rico