Al letrado Geir Lippestad no le hace falta decir a qué cliente va a visitar, en la prisión lo saben y por eso le abren la barrera para que pase el coche sin hacer preguntas. En realidad nadie desea cruzarse una palabra con él porque le ven como el tipo que le da la mano al diablo y por eso huele a azufre. Le miran con asco pero también con alivio porque alguien tenía que hacer el trabajo sucio, alguien tenía que bajar a la jaula de las fieras a cambiarles la cama de paja.
Lippestad tiene la difícil misión de buscar argumentos jurídicos para defender a un monstruo. En el proceso de Nuremberg hubo abogados que rechazaron trabajar para los nazis a pesar del dinero que les ofrecieron, pero este letrado ha querido hacerse cargo de Anders Behring Breivik, enemigo público número uno en Noruega, sin importarle que le saquen en la foto junto al monstruo. La principal línea de trabajo de la defensa no se sostiene: el cliente de Lippestad no muestra síntomas de haber actuado de manera inconsciente, y tampoco tiene intención de pedir perdón. El abogado tendrá que indagar en la parte más dulce del Código Penal y, a la vez, evitar que una declaración de su defendido ante el tribunal se convierta en una arenga para los salvapatrias de una Europa de pura estirpe y rancio abolengo alejada de cualquier contaminación que venga de moros y judíos. Nadie dijo que defender al diablo fuera un trabajo sencillo.
Breivik se puede aprovechar de los beneficios de la legislación penal noruega y estar veinte años en la cárcel, desde dónde lanzar soflamas a otros igual de enajenados que él. Breivik entre rejas es el nuevo Rudolf Hess para la ultraderecha europea tan necesitada de un referente. Por desgracia cumplirá la condena en un plazo relativamente corto de tiempo, luego volverá a la calle para seguir con su apostolado del mal allá dónde quieran escucharle. Una biografía de este monstruo sería un best-seller en Europa, lo cuál indica como andamos de salud mental.
Me pregunto qué pensará el abogado Lippestad cuando por la tarde regrese a su casa con las notas que ha tomado del relato de Breivik, de qué manera se quitará de encima sus palabras contaminadas de odio, su visión criminal de la sociedad, su estupidez supina. Puede pensar que «sólo es trabajo», pero hasta los ingenieros de Fukushima tenían que duchar sus trajes amarillos cuando regresaban de la zona contaminada para quitarse la maldición de los neutrones. Sentarse diez minutos enfrente de Breivik no debe de ser bueno para la salud, cualquier esquirla de su pensamiento puede herir gravemente. O caer ante los vapores de un aliento que huele a poza y a muerte.
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Rafael Martínez Simancas