Paseo el perro al anochecer, y junto a los contenedores de basuras contemplo estanterías que fueron camas de libros, sillas que acogieron algún pensamiento, colchones que no se quejaron ni del insomnio, ni de las liturgias en honor de Venus, y, ayer, un aspirador.
En algunos municipios existen los llamados puntos limpios, y en otros hay un servicio de recogida de enseres dados por inútiles, pero me asombra esta transición entre la ilusión de la compra de un mueble, el triunfo de su obtención y, luego, ese rechazo que lo lleva hasta la acera de la calle.
Comienzo a darme cuenta que a mis amigos de más edad, les llamo con menos frecuencia que antes. Es cierto que los intereses comunes tejen contactos, pero el afecto no es un interés, y me produce algo de temor pensar si estaremos fabricando una sociedad donde a las personas les proporcionamos el mismo trato que a esos muebles abandonados.
Esa estantería que contuvo libros o gadgets, o eso que yo llamo «piezas del museo doméstico de los horrores» pudieron ser el principio de una vida en común, de un proyecto de pareja. ¿Existirá la pareja o también le habrá padado a alguno de los dos lo mismo que le ha sucedido a la estantería?
Mi perro se acerca con cierto temor a estos objetos inusuales. Le extrañan por su infrecuencia, y se acerca a olisquear aromas de vidas que latieron junto a esa silla.
Me llama una pareja amiga, y me comunica que han llevado los niños a un albergue de verano y que ellos lo van aprovechar para hacer un viaje de novios. Recuerdo que en algunas ocasiones se quejaban de que el trabajo de ambos no les permitía estar demasiado tiempo con los niños.
Sería terrible que el capricho y el rechazo se trasladaran a las relaciones personales. O a lo peor ya está sucediendo.
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Luis del Val