El viajero interestelar Taylor, Charton Heston, maldecía entre lágrimas de rabia mientras contemplaba los restos semideruidos de la estatua de la libertad. Habíamos visto en la pantalla grande El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner, y nos enfrentábamos con esa última escena a un final sin esperanza, puesto que el protagonista, que había combatido, en un mundo extraño al que había llegado por azar, contra simios parlantes –gorilas, orangutanes y chimpancés que eran policías, políticos y científicos- terminaba enfrentándose a la fatalidad en forma de una paradoja del espacio y el tiempo.
No en vano, Taylor descubría que la especie humana era esclava de nuestros antepasados biológicos directos y que, además de haberse cruzado los papeles, las funciones vitales también habían sido invertidas: los monos poseían el intelecto y el habla, los humanos el instinto y la imitación. Y todo sucedía en un mundo que, a la postre, no era otro más que nuestro mezquino planeta azul, transformado por un irónico cambio de orden jerárquico en la evolución fruto de la brutalidad de la condición humana llevada al limite de su autodestrucción: los restos de la estatua certificaban el fracaso humano.
La película era del mítico año 68, y ofrecía el contraste hollywoodiense a los episodios de Berkeley, el movimiento hippie, el festival de Woodstock o la toma de las calles parisinas por los estudiantes de la Sorbona reclamando más playa y menos autoridad. Pero también era la visión distópica, alimentada por el pesimismo social propio de la guerra fría y de un mundo contaminado por el desarrollo nuclear, la guerra de Vietnam o la entrada de los tanques soviéticos en la Praga de Dubchek en aquella misma primavera, sólo un poco antes de la matanza de Tatleloolco, la plaza mexicana de las tres culturas.
La ciencia ficción construida a partir de una novela del francés Pierre Boullé, resultó ser un éxito comercial y un producto imperecedero que ha visto multiplicada su existencia a través de una larga saga, una serie televisiva y un nuevo proyecto de secuelas y precuelas carente de todo pudor. Pero la verdad es que, con independencia de las aportaciones de la tecnología digital, la mejor siempre será aquella edición de 1968 protagonizada por el hombre del rifle, y que mostraba una visión extraordinariamente crítica de la necedad humana y de las consecuencias que ésta podía llegar a provocar, reduciéndonos como especie y haciéndonos adelantar por los que ahora se encuentran en una fase anterior en árbol evolutivo.
Y ahí estaba la gracia: en la explotación de la idea de la fatalidad, tan de moda en aquellos años de boom social que alertaba de los riesgos que corría la humanidad por sus propios actos. La misma que de una manera distinta han intentado mantener los autores de la nueva versión que este verano triunfa en los cines de medio mundo. Estamos, cuarenta años después, hipotecados por la misma previsible tragedia autodestructiva que nunca terminamos por desterrar de nuestro horizonte.
Hoy nos inspiran los desastres nucleares como el de Fukushima, el cambio climático, el terrorismo islámico, la maldad de la extrema derecha, el hambre de África, la insistente crisis financiera y el fantasma del 29, y sólo nos consuela nuestra propia conciencia, tan atenta a los desastres como capaz de imaginar un mundo en el que los monos se ponen al frente de la situación y conviven con naturalidad e inteligencia entre ellos, mientras miran con prevención y cautela a la subespecie humana, esa capaz de lo mejor pero obsesionada con hacer siempre y por principio lo peor de lo peor.
Las lágrimas de rabia de Taylor-Charlton Heston ante el símbolo destruido del imperio americano eran, entonces, una advertencia cinematográfica compartida por la mayoría en aquella década irrepetible. Ahora, los nuevos chimpancés alzados en armas son más un pretexto para fabricar videojuegos y una excusa para comer palomitas en la comodidad de la sala oscura, sin otra opción para la reflexión.
Pero el peligro que representamos para nosotros mismos y del que aquella película original advertía, permanece ahí fuera, dónde la oscuridad y la fantasía del séptimo arte no nos protege de un destino fatal para el que trabajamos con pasmosa insistencia y extraordinaria habilidad.
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Rafael García Rico