Una descomunal desconfianza política, económica y democrática. Es lo que anima el consenso de los dos grandes partidos –PSOE y PP- para reformar con urgencia la Constitución e imponer un tope al déficit público. En la génesis de este pacto que hurta a los ciudadanos la discusión y el voto en referéndum sobre una decisión estructural tan importante anida la desconfianza política en el compromiso y la responsabilidad de los gobernantes, desconfianza en la capacidad económica del país y para convencer a los mercados, y desconfianza en la madurez democrática de la población. Desconfianza también en convencer a la rica Europa –Alemania y Francia- del compromiso español para superar la crisis sin hundir la economía del euro.
Sufrimos tres años de crisis económica, pero también un enorme déficit de confianza en una política que no funciona y que ha sido incapaz de afrontar los problemas económicos y sociales. Con políticos que han gastado a manos llenas en tantos años de fondos europeos y de burbuja, empresas más ocupadas en el corto plazo que en la innovación y la sostenibilidad, y ciudadanos poco exigentes en el control democrático.
Una crisis del consenso político y social básico cuando aparece la necesidad de una nueva era de austeridad. Un nuevo contrato social, político y económico que requiere debate, visión, compromiso y responsabilidad. Difíciles de conseguir con un procedimiento de urgencia y sin amplia participación ciudadana tras tantos años de fundamentalismo constitucional que han frenado otras reformas como las propuestas en su tiempo por el propio Zapatero. Ese es el reclamo fundamental de los indignados o de quienes ya se han unido contra la nueva propuesta del gobierno en #yoquierovotar.
Afrontamos la mayor reforma del estado del bienestar desde su creación tras la II Guerra Mundial y en España desde la Transición. Recortar servicios públicos y la red social no es la solución, sólo posible con mejoras en la gestión, la inversión pública y la redefinición de algunos servicios. Reequilibrar la responsabilidad individual y de los poderes públicos, superar la crisis y desarrollar nuevas fórmulas para una sociedad y una economía sostenibles son un desafío demasiado arduo para ventilarlo en una reforma constitucional urgente. Esquivar la participación y el voto de los ciudadanos provocará un déficit democrático tan grande como el que lastra a la Unión Europea.
Gobiernos como el español, de Aznar a Zapatero, surfearon la ola del boom económico hasta que la caída les lanzó a una orilla áspera y rocosa. El presidente Zapatero se negó a bajar de la tabla hasta que el fondo de la crisis hubo corroído la quilla. De las vacaciones económicas saltamos a una forzada austeridad con medidas sin rumbo fijo y una oposición que se opone a todo mientras reclama sacrificios que la mayoría de sus autonomías y ayuntamientos no han realizado.
Sorprende el ultrarrápido consenso para imponer constitucionalmente una medida que desarma al Estado, le hace perder herramientas e impone una cuestionable política económica a los gobiernos y administraciones. La democracia pierde poder frente a los mercados, pero también autonomía política para decidir cómo gobernar.
Los pactos de estabilidad y del euro obligan a la austeridad presupuestaria. El buen tino, la responsabilidad política y la administración eficiente, también. ¿Por qué crear un corsé constitucional? Nos arriesgamos a sumar una crisis constitucional a una nueva urgencia económica.
El problema fundamental no es el tamaño de la deuda, sino cómo y en qué se gasta. Cómo se aplican políticas anticíclicas –mayor recaudación en tiempos de bonanza, más gasto público en las crisis- para estimular la economía. Si se invierte en servicios públicos, educación e innovación, motores de crecimiento; o se hinchan los gastos corrientes, las obras y dispendios ostentosos, y una burocracia que frena la agilidad social y económica.
La mayoría de los economistas no previeron la crisis ni saben cómo remediarla. Pero en algo muchos se han puesto de acuerdo a pesar de sus tendencias ideológicas: Estado, empresas y ciudadanos deben empujar juntos.
Nouriel Roubini, uno de los pocos que predijo el tsunami económico, alerta: “El equilibrio adecuado hoy en día exige la creación de puestos de trabajo de manera parcial a través de estímulos fiscales adicionales dirigidos a las inversiones en infraestructura productiva. También requiere de impuestos más progresivos; más cantidad de estímulos fiscales a corto plazo junto con disciplina fiscal de mediano y largo plazo; de apoyo de préstamos de última instancia por parte de las autoridades monetarias a fin de prevenir corridas bancarias destructivas; de reducción de la carga crediticia de los hogares insolventes y de otros agentes económicos que atraviesan dificultades económicas; de supervisión y regulación más estricta de un sistema financiero que está fuera de control; y de fraccionamiento de los bancos que son demasiado grandes para quebrar y de los fondos de inversión oligopolísticos”.
George Magnus, analiza las convulsiones de la política económica para el banco de inversión UBS y subraya el peligro de la ruptura de la credibilidad y la confianza entre gobiernos, mercados, ciudadanos, Europa rica y países deudores. Y recuerda que la sostenibilidad de la deuda a largo plazo es imprescindible para la estabilidad económica, pero advierte de que “a largo plazo todos estaremos muertos”. “Si no prestamos atención al crecimiento a corto plazo no tendremos que preocuparnos la sostenibilidad a largo y caeremos en la emergencia de una trampa de deuda”.
Incluso Jesús Fernández-Villaverde, de Fedea, a pesar de estar en principio de acuerdo con la limitación del déficit, reclama una regla con discrecionalidad suficiente para defender a la economía en las crisis con gasto público y recuerda la receta de la socialdemocracia sueca: impulsar el crecimiento y el pleno empleo para reducir la desigualdad con “programas selectivos de empleo, una restrictiva política fiscal y una política salarial de solidaridad”.
Demasiado para urgencias constitucionales. Recuperar la confianza y crear un nuevo compromiso de responsabilidad política, económica y social es la base de un pacto constitucional. Necesita participación y debate democrático para lograr un compromiso amplio y duradero. Creíble para Europa, los mercados, y sobre todo para la política y los ciudadanos.
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Juan Varela