No sé si lo hacía porque le gustaba a ella o porque me gustaba a mí, pero lo cierto era que cuando salíamos nunca se ponía braguitas. En el coche no llevaba braguitas, hecho que terminaba poniéndonos en peligro de tener un accidente. En el cine no llevaba braguitas, con lo que terminábamos masturbándonos. En el restaurante no llevaba braguitas, hecho que terminaba siendo un espectáculo extraño de tantas veces como me agachaba a recoger el tenedor o la servilleta para poder mirar su entrepierna. A ella le gustaba provocarme y a mí que me provocase. Porque lo cierto era que el simple hecho de imaginarme que no llevaba braguitas me producía un morbo increíble. Y si ya podía meter mi mano debajo de su falda y tocar, en cualquier sitio que estuviese, su sexo me resultaba prodigioso. Increíble.
Pero lo mejor sucedía cuando iba a su casa. Cuando quedábamos en su casa, ella estaba siempre perfectamente vestida pero nunca llevaba braguitas. Y lo mejor era que jugaba conmigo a ver cuándo o dónde lo averiguaba. Yo me dejaba llevar. Era un juego morboso. Tremendo. Yo sabía que no llevaba pero debía comportarme como si no lo supiese.
¿Lo averiguaría mientras se agachaba a coger una cerveza de la nevera? ¿Lo haría mientras se subía a un taburete para coger unos palillos de lo más alta estantería? ¿Cuando se sentaba en una silla y hacía un cruzado de piernas al mejo estilo de Sharon Stone en la película Instinto Básico? ¿O, simplemente, cuando se sentaba en el sofá y abría las piernas al recostarse en el respaldo? Era un juego maravilloso.
Aunque, lo mejor venía cuando, por fin, lo descubría. Cuando lo descubría, donde fuese, ella quería que yo iniciase el asalto.
Le gustaba hacerlo siempre vestido. Sin quitarnos la ropa y en cualquier sitio. Junto al frigorífico. Sobre la encimera de la cocina. En una silla. En el sofá. Pero he de reconocer que lo que más le gustaba era sobre la alfombra del salón. La alfombra del salón era el día que estaba más caliente.
Empezaba arrodillándose sobre la alfombra como si buscase algo que se le había caído. Yo le ayudaba. Por aquí. Por allí. Hasta que yo descubría que no llevaba braguitas. En ese momento, lo que ella quería era que yo me tumbase bocarriba. Entonces, se acercaba a mí y se ponía en cuclillas sobre mi cara.
Con su vagina abierta. Jugosa. Húmeda. Y ahí se quedaba. Para que yo disfrutase viéndola.
Después, lentamente, la bajaba hacia mi boca. Queriendo que yo la recorriese con la punta de mi lengua. Despacio. Muy despacio. De pronto, empezaba a jadear y la dejaba caer de golpe sobre mi boca. Ya no le importaba si yo movía la lengua o no. No le importaba si mi nariz se clavaba en su ano. Lo único que quería era restregarse. Restregar su vagina contra mi boca, mi cara, contra mí, hasta alcanzar un brutal orgasmo. Tanto se estremecía que, algunas veces, parecía que me iba a ahogar entre sus piernas.
Cuando ya se había desahogado, se ponía a cuatro patas, como una perrita y esperaba mi asalto. Pero sin quitarse la ropa. Yo, entonces, levantaba su falda y la penetraba sin ningún tipo resistencia porque todo su sexo estaba húmedo, en una mezcla de sus fluidos y mi saliva.
Cuando yo terminaba, los dos nos quedábamos un largo rato sobre la alfombra. Sin decir una sola palabra. Dormitando. Satisfechos.
Memorias de un libertino