Entre los comentarios que he recibido a mi artículo de la semana anterior -en el que me ocupé de la ruptura del consenso constitucional anunciada en el Congreso por el diputado Sr. Durán Lleida-, hay dos que utilizan el término “anticatalanismo”. Uno de ellos me pregunta: “¿A qué viene tanto anticatalanismo siempre?”; y el otro me dice: “El anticatalanismo sobra y resulta vergonzante hasta para los catalanes que nos sentimos muy españoles”.
En ambos casos, y con el debido respeto, estimo que aquí existe un equívoco. En mis palabras no hay nada de anticatalanismo, pues mi disconformidad no es con Cataluña ni con los catalanes, sino con los nacionalistas y el nacionalismo. Y no son la misma cosa. El catalanismo me parece digno de toda admiración; no comparto en cambio las tesis, puramente políticas a fin de cuentas, de los Partidos nacionalistas. Y son cosas diferentes. Voy a tratar de explicarme, yendo al fondo del asunto, y empezando por el principio.
Bajo dominación romana, la Península Ibérica era un todo, dividido en provincias, una de las cuáles era la Tarraconense. La unidad se mantuvo durante el Reino visigodo. Fue la invasión musulmana la que dio lugar al fraccionamiento posterior; es un error pensar que la Reconquista se inicia nada más que en Asturias a partir de Covadonga; comenzó también, y en cada caso sin contactos con el resto, en Navarra, en Aragón, en Cataluña. Y del avance de la Reconquista nacieron, separados e independientes entre sí, el Condado de Barcelona y los Reinos de Aragón, Navarra, y Castilla-León-Galicia. Todos merecen la misma atención, ninguno es históricamente un hecho dominante sobre los otros. Y en cada uno se formaron tradiciones, culturas y pueblos. En dos de ellos, Galicia y Cataluña, se formó también una lengua propia, hermanas las dos entre sí y del castellano como nacidas del latín, paralelas, con sus características gramaticales y linguísticas, su literatura, su significación y su historia como parte capital de la sociedad en la que nacieron. Pero esas lenguas no constituyen un hecho diferencial, como si Cataluña y Galicia fueran más distintas del resto que Aragón o que Castilla. No. Pudo suceder otra cosa: que no naciese una lengua en Cataluña y naciese una en Navarra, ¿por qué no? Que no naciese una en Galicia y sí en León. Era posible. Las lenguas no hacen más diferentes a aquellos pueblos que, por el modo en que se desarrolló la Reconquista, surgieron separados unos de otros sobre la misma Península. A más a más, ¿qué pasaría si en Portugal se hablase el gallego o el castellano porque no hubiese surgido el portugués? ¿Sería menor la personalidad histórica de ese país? No por cierto.
Las lenguas latinas peninsulares, ya lo he dicho, son hermanas y constituyen una clara y espléndida riqueza de la que todos nosotros nos tenemos que sentir orgullosos. Y lo mismo del resto de las tradiciones culturales de cada uno de los pueblos que nos reunimos en este pedazo de tierra.
Los avatares históricos condujeron primero a la unión entre el Condado de Cataluña y el Reino de Aragón, no obtenida por la fuerza sino por el voluntario matrimonio entre el Conde Ramón Berenguer IV y la Reina Doña Petronila. Del mismo modo, a través del Compromiso de Caspe, los catalanes-aragoneses-valencianos llamaron a reinar en su patria a la dinastía castellana de Trastamara. Por supuesto que ya sé quien era Joan Fiveller, y los problemas de respeto a fueros y tradiciones que se originaron con la nueva dinastía. Problemas que por fortuna se superaron, y desde Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se estableció en España lo que en terminología científica inglesa llamamos una “monarquía compuesta”: varios reinos independientes bajo una misma Corona. Y Cataluña transmitirá al Heredero de esa Corona el Principado de Gerona, como Castilla el de Asturias y Navarra el de Viana. En absoluto pie de igualdad. Y no es poco significativo que sea un título catalán el que, en representación de todo el reino de Aragón, ha llevado siempre y lleva cada futuro Rey de España.
Luego vino el sistema centralista importado de Francia, la supresión de derechos, las incomprensiones, todo eso que es pena que haya sucedido. Pero lo que hay que hacer es superarlo, olvidarlo, hermanarnos, reconstruirnos. Esto es lo que nos pide la historia de España, un país vario, rico en culturas, en lenguas, en tradiciones. De él me siento hijo y de serlo me enorgullezco. Es cierto que lo mismo me pasaría, por poner un ejemplo, con Polonia o con Japón si fuesen mi patria. Mi patria es España, formada por un conjunto de nacionalidades a partir de un origen común y con un presente y un futuro que también deben ser comunes.
¿Por qué los Partidos nacionalistas quieren destruir esa realidad? No representan -votos cantan- a toda Cataluña, pero se lo creen, y son ellos los que hoy insisten tanto en las diferencias; buscan hasta tal grado la independencia -política, lingüística, económica…-, sin base alguna histórica que les apoye, que están consiguiendo eso que mis interlocutores han llamado “anticatalanismo”, y que no es tal, sino una reacción inconsciente de muchísimas personas ante el intento de erradicar de Cataluña todo lo que suponga España.
No me consideren, ni nos consideren, los catalanes que se sienten muy españoles, como enemigos suyos, ni contrarios a su grandeza como pueblo. Admiro a Cataluña, creo que más que los nacionalistas, porque no amo a una Cataluña que ellos han inventado sino a la verdadera y espléndida Cataluña.
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Alberto de la Hera