Empecemos dejando claro que los nuevos presupuestos del Presidente Obama no son realistas, son muy partidistas e imposibles de tramitar en el Capitolio. Eso es lo que tienen de bueno.
Por último, el presidente no ha renunciado a la carrera antes de empezar, no ha iniciado las negociaciones con mínimos, y no ha abierto la partida con lo puesto. Cualquiera que sea la metáfora que elija, fue refrescante ver al Presidente en la Rosaleda la mañana del lunes pronunciando un discurso que, por una vez, apelaba al corazón en lugar del intelecto.
«Está mal que en los Estados Unidos de América un profesor o una enfermera o un peón de la construcción que gana 50.000 dólares deba pagar tipos fiscales más altos que cualquiera que se embolse 50 millones», anunciaba un nuevamente populista Obama.
Obama miró de soslayo la luz matutina y cortó el aire otoñal con su mano izquierda. Se indignó, literalmente, cuando dijo que sus rivales «nos harían conformarnos con carreteras de segunda y puentes de segunda y aeropuertos de segunda y – y – y – escuelas que se caen de viejas».
Luego llegaba el más infrecuente de los movimientos de Obama: el ultimátum. «Vetaré cualquier proyecto de ley que cambie las pensiones de los que dependen del Medicare pero que no eleve la recaudación pidiendo a los estadounidenses más ricos o las corporaciones más grandes que paguen su justa parte».
Los aullidos republicanos de denuncia comenzaron antes incluso del discurso.
«Lucha de clases», protestaba Paul Ryan.
«Lucha de clases», denunciaba Karl Rove desde su colectivo American Crossroads.
«Lucha de clases», consideraba el presidente de la Cámara John Boehner.
El presidente celebraba la acusación. «Rechazo la idea de que pedir a un gestor de fondos que pague el mismo tipo que un fontanero o un profesor sea lucha de clases», decía a los 200 reunidos en la Rosaleda. «Me parece que es lo justo».
Un momento después, el guerrero de clases añadía: «O pedimos a los más ricos que paguen sus impuestos justos, o vamos a pedir a los ancianos que paguen más del Medicare… O destripamos la educación y la investigación médica, o reformamos el código tributario para que las multinacionales más rentables tengan que renunciar a las lagunas tributarias que otras empresas no tienen. No nos podemos permitir hacer las dos cosas. No es lucha de clases. Es cálculo».
La audiencia, un compendio improvisado de estudiantes, jubilados y burócratas federales, se reía del discurso. Obama no esbozó sonrisa.
Que su plan de gravar a los ricos pueda, o deba, llegar a ley no es realmente la cuestión. Obama dio por fin a los suyos algo que defender tras mucha incertidumbre. También demostraba que por fin está aprendiendo a negociar.
De haber pedido un sistema de fondo común, habría podido obtener el apoyo Republicano a la reforma que implantada realmente. De haberse mantenido firme con anterioridad en la subidas tributarias de los millonarios, habría obtenido alguna concesión del Partido Republicano en el enfrentamiento del techo de la deuda del año pasado.
Este mitin tardío podría llegar demasiado tarde para salvar a Obama, pero es un cambio bien acogido. «El presidente hizo un esfuerzo muy serio por alcanzar el acuerdo en un amplio abanico de cuestiones», decía a la prensa el responsable presupuestario de la Casa Blanca Jack Lew tras el discurso de la Rosaleda. «Cuando quedó claro que no había ninguna disposición por la otra parte de suscribir un enfoque equilibrado con la recaudación pública, entonces volvimos a componer un plan que refleja nuestra forma de hacerlo».
La revolución de la Rosaleda el lunes fue televisada, ocho cámaras estaban plantadas delante de Obama, pero el Presidente no se ajustó inmediatamente a su nuevo papel. En lugar de horcas, había pantallas de cue para leer el discurso. En lugar de revolucionarios, estaban los funcionarios Tim Geithner, y Jack Lew y Gene Sperling. En lugar de lanzarse a una diatriba estilo Hugo Chávez, Obama llegó 26 minutos tarde y empezó con un debate del déficit que durmió a una mujer sentada en la segunda fila.
Finalmente el presidente encontraba su tono, describiendo la negativa de Boehner a considerar subir los impuestos. «El presidente legislativo afirma que ‘se hace a mi manera o puerta'», decía Obama, y «a continuación dice básicamente que a mi manera, o puerta'».
También cuestionaba el discurso de la oposición de representar los deseos de los artífices de la Constitución, citando al primer presidente en torno a la necesidad de impuestos.
A eso, añadía un poco más de lucha de clases, «no va de números en una lista», sino «de justicia», antes de abandonar la Rosaleda.
En los aledaños de Pennsylvania Avenue, unos 200 manifestantes en silla de ruedas desfilaban, en defensa del Medicaid y en apoyo al impuesto de los millonarios. «¡Basta de recortes!», cantaban.
Aún no tienen la energía del movimiento de protesta fiscal pero, por fin, Obama ha dado a los suyos un motivo para luchar.
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Dana Milbank