Lo nuevo y lo viejo acostumbran a confundirse en el mundo de la cocina. Aunque algunos busquen compartimentarla, como si fuera posible diseccionarla en sectores estancos: lo molecular a este lado, la fusión a este otro, lo mediterráneo un poco más allá, las raíces tradicionales en el cajón del fondo, la memoria del sabor en el armario ropero, los recursos de la vieja cocina clásica en casa del vecino… ¿Qué sería del cocinero del futuro si le priváramos de la capacidad de volver la vista al pasado? ¿Qué sería el cocinero del presente si le privamos de la capacidad de contemplar la cocina como una disciplina global? Es una de las cuestiones que afronta cada día la restauración peruana.
En este final de año que se anunciaba repleto de novedades, estas han quedado finalmente reducidas a tres –por aquí se administran los tiempos con una cierta laxitud-, aunque una es más el relato de una resurrección que otra cosa. A la espera quedan locales como Bachiche, Amazon, Hajime, sucursales como La 73 de San Isidro o la Pescadería de Barranco, o el anunciado restaurante de Ivan Kisic.
La gran noticia del año es la inauguración de Maras, el restaurante del flamante Hotel Westin, en plena zona de negocios de San Isidro, y con él la vuelta de Rafael Piqueras a la vida pública tras el abandono de Fusión, el proyecto en el que se consagró. El primer menú degustación –por fin hay sitio para los menús degustación en una cocina que vivía adormecida bajo el peso de los “platos de fondo”, eufemismo que devuelve al concepto de “plato único” tan querido en la España de los sesenta- concreta buena parte de lo que se esperaba de uno de los cocineros más técnicos del panorama peruano. Desde el dado de mero ahumado –apenas un bocado, pero más estimulante de muchos platos consagrados que he probado en algún tiempo- hasta el canelón de azúcar cristalizado, relleno de una suave nata aromatizada con cardamomo, se presenta un muestrario que apenas tiene una fisura en forma de fallido bacalao presentado con arroz negro. El atún servido con aceite de oliva pasado por nitrógeno líquido, su versión minimalista del chupe de camarones o sus conchitas (zamburiñas) acebichadas presentan una cocina de altura a la que, sin embargo, se puede y se debe exigir mucho más. La cocina de Rafael Piqueras puede ir tan lejos como su protagonista se atreva a pensar, aunque no lo hará mientras siga escudándose tras el viejo tópico que asola las cocinas limeñas, mostrado en dos versiones diferentes: “El peruano no quiere esta cocina” y “El peruano no está preparado para esta cocina” (las mismas historias que escuchamos en la cocina española de los ochenta, nacidos en la resistencia a los cambios culinarios de la época). Una segunda visita hace aflorar algunas dudas más, mayoritariamente concentradas en el trabajo del equipo de sala.
El 5 de octubre se inaugura formalmente Manifiesto, el restaurante miraflorino puesto en marcha por un joven cocinero llamado Giacomo Bocchio. Hace ya dos meses que abrió sus puertas con una carta breve que ha cambiado dos o tres veces en este tiempo (es lo que llaman “marcha blanca”). Es una buena noticia, por partida doble. En primer lugar porque lanza al mercado un cocinero formado en algunas cocinas de altura –El Celler de Can Roca, en Gerona, y DOM, en Sao Paulo- con ideas nuevas, diferente (sobre todo por su capacidad para escuchar y reflexionar sobre la cocina; la suya y la ajena) y entusiasta. En segundo lugar porque eso se traduce en una propuesta que merece la pena seguir, aunque hace tres semanas aún vivía encorsetada por una forma demasiado estricta de entender los vínculos con las raíces familiares, concretadas en torno al recetario de Tacna, al sur del país. Disfruté con propuestas como el cebiche de atún al tamarindo, un cebiche con alma de tiradito, con un corte intermedio entre la lámina y el dado, una salsa suave de tamarindo y una espuma de kión que plantean las cosas desde una perspectiva cada vez más extendida entre los nuevos cocineros limeños: hay vida, y mucha, para el cebiche más allá del limón (la lima). La panceta con chutney de cocona, el dado de hígado de ternera cocido a baja temperatura o su versión del pastel de choclo –casi un budin, suave y sabroso- con ají de gallina, marcan el camino a seguir. Sólo necesita simplificar algunos platos –ese cordero con mollejas y ñoquis, por ejemplo- y aclarar alguna idea para escalar posiciones en el ranking. Habrá que estar atentos al trabajo de Bocchio.
El tercero es un viejo conocido de los aficionados limeños, porque su restaurante tiene casi dos años de vida. Se llama Central y el protagonista de la historia es Virgilio Martínez. Un restaurante no tan nuevo que ha vivido en apenas seis meses una transformación de tal calibre que se ha convertido en una de las revelaciones de la temporada. No tengo muy claro si ha sido el cambio en la presentación de los platos lo que ha transformado la cocina de Central o ha sido el fruto de una revolución más profunda, aunque me inclino más por lo primero. Ha bastado un cambio de imagen para superar el barroquismo, abandonar las excusas –“el peruano no quiere”, “el peruano no entiende”…- y concretar el mensaje que esconde cada plato, que pasa a ser claro y preciso. Esta cocina se sitúa directamente entre las propuestas más avanzadas del Perú con platos como el atún confitado y servido a 4º, el paiche con salsa de aracacha, el juego aromático que propone con las conchas con aire de hierba luisa, o las láminas de cachete de cerdo servidas sobre unas espectaculares lentejas estofadas. Tampoco desmerece el seco de cordero; un “seco” que deja de serlo para convertirse en un bocado tierno y jugoso. La casa cuenta con José Miguel Burga. el mejor sumiller que he encontrado en mi relación con la cocina peruana; en todo caso uno de los pocos que realmente conoce y entiende el mundo del vino, más allá de los tópicos y las frases hechas.
«El fogón de Ignacio Medina»