domingo, noviembre 24, 2024
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Sexo sorpresa

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Aquella mujer no era ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, ni fea ni guapa. Era una mujer normal. Pero me gustaba. Tenía tanta imaginación en el sexo que me desbordaba. Cada día era distinto. Siempre estuve seguro de que me compartía con otros hombres y que venía conmigo cuando no tenía otro o quería hacer cosas que con otros no se atrevía. A mí me daba igual. Nunca tuve celos salvo en una ocasión y me curé para siempre.

Lo cierto es que, con aquella mujer, todo empezaba llamándome por teléfono y anunciándome su llegada. Nunca sabía que día. Nunca sabía a qué hora. Y eso me provocaba y me incomodaba. Por un lado me producía morbo y, por otro, me enfadaba porque alguna vez me encontró con el tanque vacío y una imposibilidad casi infinita de mostrar mi poderío. Pero, por más que se lo dije, nunca conseguí gran cosa. Ella era así y así había que aceptarla.

Como a los veinte minutos de anunciarme su llegada, sonaba el timbre de mi casa y podía pasar cualquier cosa. Nunca lo sabía. Aunque lo que más me gustaba era cuando hacía de policía y venía a detenerme y a hacerme un interrogatorio.

En cuanto abría la puerta, me enseñaba una placa que nunca llegué a ver del todo y me decía lo típico de las películas: arriba las manos, policía.
Lógicamente, yo tenía que subir los brazos. Ella entraba y, después de decirme no sé cuantas cosas que pensaba que decían los policías, me pedía que me desnudase. Yo, obediente, lo hacía. Después, me hacía poner las manos en la espalda y las ataba suavemente con un pañuelo de seda.

Ya estaba detenido. Con otro pañuelo de seda me vendaba los ojos y, cogiéndome del brazo, como a un a un preso, me llevaba a la cama. Hacía que me sentase en el borde y ahí era donde empezaba el interrogatorio.

Primero de olores. ¿A qué olía su cuerpo que yo ya suponía desnudo mientras me rozaba la nariz con alguna parte de su cuerpo? Era muy complicado acertar porque ella siempre me olía a tabaco y chanel. Como aquella canción de Bacilos. Pero cuando se lo decía, ella se enfadaba. Y su castigo era siempre el mismo: tumbarme hacia a atrás en la cama. Entonces, se subía ella también y ponía su sexo sobre mi nariz y me volvía a preguntar a que olía. Siempre olía a mujer en celo pero tampoco quería que se lo dijese.  Yo, para seguir el juego, le decía que a sudor, o a feromonas, o a ese olor tan peculiar y penetrante que huelen algunas vaginas sin lavar… Era igual, nunca acertaba aunque dijese que olía a rosas.

Ella no quería que yo acertase nunca. Porque cada vez que no acertaba, arrimaba más su vulva a mi nariz y a mi boca hasta que la introducía dentro. Era lo que le gustaba. Embadurnarme de ella. Para que su olor estuviera siempre en mi nariz. Para que su sabor estuviera siempre en mi boca.

Entonces, se bajaba y empezaba a acariciarme. Era su tortura particular, decía, para sacarme una confesión. Me ponía bocabajo y, mientras me iba haciendo preguntas lascivas y lujuriosas sobre mi vida sexual y la suya, me iba acariciando tan suave y dulcemente toda mi espalda que muchas veces pensé que lo hacía con una pluma o algo así. O con su pelo. El caso es que recorría mi espina dorsal lentamente. Bajaba hasta las pantorrillas. Subía por el interior de mis piernas separadas. Hasta las nalgas. Hasta el ano. Hasta los testículos. El placer era insoportable porque nunca me rozaba más allá del roce ligerísimo.

Después, me daba la vuelta y seguía el interrogatorio. Y seguía el leve roce. A aquellas alturas yo ya me había desatado las manos, aunque me mantenía pasivo, y ya tenía una erección tremenda. Pero ella si siquiera la tocaba. Se acercaba pero no la tocaba. Yo seguía con los ojos tapados y lo único que sentía era cómo, de vez en cuando, suponía que su saliva caía sobre mi pene a punto de explotar y, después, como resbalaba por él.

Yo sabía cuando me tocaba actuar por el tono de su voz. Cuando bajaba el timbre y empezaba a susurrar palabras apenas inteligibles era el momento. Entonces yo hacía que me soltaba. Me quitaba el pañuelo de los ojos y me arrojaba sobre ella. Como el preso que intentaba escapar.

Nos abrazábamos y hacíamos como que luchábamos sobre la cama hasta que yo conseguía engancharme a su boca. En ese momento, mientras se enlazaban nuestras lenguas, ella se detenía, abría las piernas y la penetraba de golpe. Sin apenas esfuerzo. Resbalando en su vagina húmeda.
Apenas tardábamos en llegar al orgasmo. Y daba igual el orden. Detrás de uno iba el otro. Y así acababa nuestra escena policíaca.
Cuando nos recuperábamos, yo me iba a duchar mientras ella se vestía. Cuando volvía, ya se había ido.

Decía que nunca se duchaba hasta horas después de estar conmigo porque quería conservar el olor del sexo en su piel.

A mí sólo me quedaba esperar otra llamada. Otro día. Por sorpresa. Como llega la muerte. Sin saber cuándo. Pero para morirme y resucitar.
 

   

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