La distancia a la que nos sometía su trabajo nos obligaba, durante algunos días al mes, a comunicarnos únicamente por teléfono. No nos acostumbrábamos a pasar del todo a la nada. Al principio fue difícil, pero él supo como suavizar la ausencia. Verle pulular por mi casa la hacía completa y él se sentía cómodo. Me fascinaba observarle cocinar y como mejoraba sus platos. La mayoría de veces los aderezaba con queso. Fuerte, oloroso, intenso. Con esa textura firme que él suavizaba mezclándolo con nata. Como si pareciese una bechamel. Se me dibujaba una sonrisa mientras le veía disfrutando de sus dotes culinarias. Me miraba de reojo y me besaba.
La noche anterior al viaje y como parte de un ritual, me servía una copa de vino mientras él se movía entre fogones. Hablando, riéndonos y besándonos. Me daba a probar sus guisos. Soplaba antes de acercarlo a mis labios. Como si fuera una niña. Hacía que me enterneciese. Él, que se daba cuenta, me pellizcaba las nalgas para romper ese clima tan meloso. Y comenzaba a jugar con mi cuerpo. Apretando mis senos por encima de la ropa. Lamiendo mi cuello con su cálida lengua. Dándome a beber vino con su boca. Y yo me deshacía. Separaba mis piernas para sentir sus largos y profundos dedos en la suavidad de mi vulva, como aterciopelada. Provocando que sintiese mis latidos. Entrábamos en una espiral de sed y apetito. Romántica y pasional.
El vacío que sentía durante su ausencia lo compensaba con largas charlas telefónicas durante la noche. Entre la soledad de una habitación de hotel y nuestra cama. Echando de menos su aliento acogedor. Lo sustituía por pequeños soplidos que me llegaban a través del auricular y me hacían estremecer. Después de contarnos lo sucedido a lo largo del día, siempre me preguntaba que prendas llevaba puestas. Me hacía describírselas detalladamente. Su color, su transparencia, su tacto y hasta donde cubrían mi cuerpo.
Me pedía que separase mis piernas mientras hablábamos. Imaginando mis braguitas negras impregnadas por mi aguamiel. Me incitaba a palparlas como si fuera él. Cerraba mis ojos y veía sus manos delgadas y sus marcados nudillos, atravesándolas. Haciendo círculos en mi húmeda cueva. Removiéndome entre mis sábanas y gimiendo. Me invitaba a acariciar su falo, con movimientos suaves y rítmicos. Yo escuchaba sus jadeos como si estuviese a mi lado. Me subía la camiseta e introducía los pechos impregnados de mi jarabe, en su boca. Estaba sediento. Me pedía más y yo se lo daba. Cabalgaba en mis labios con sus dedos. Engulléndome de él. Acelerados llegábamos al éxtasis.
Y el fin de semana, cuando volvía casa se enfundaba el mandil y reinventaba un nuevo guiso.
Memorias de una libertina