Decenas de miles de personas han salido a la calle el #15O para reclamar que las personas no son mercancía en manos de políticos y financieros. Una movilización casi mundial. La indignación se extiende con la fuerza de la globalización y la movilización en las redes. Cada persona, un voto; cada persona, un móvil: una foto, un pensamiento, una proclama y un activista. La indignación es la revuelta contra la desigualdad, la inseguridad y la desconfianza. La expresión de una crisis económica, social y política. Las calles y plazas abarrotadas contrastan con las reuniones endogámicas de los partidos y sus proclamas electorales. Las promesas para el 20-N muestran la crisis entre políticos y ciudadanos, la deslegitimación de una política incapaz de ofrecer alternativas a una población alarmada y atónita ante los abusos de las castas financieras y políticas. El resultado de las elecciones del 20-N marcará la distancia no sólo entre sociedad y partidos, sino entre los votantes y los indignados. Una brecha social y política.
Para muchos la indignación es la revuelta del precariado, esa nueva clase social definida por Guy Standing como una amalgama de gente definida por la inseguridad, en el trabajo, en la sociedad y atrapada por una crisis económica que quiebra el estado del bienestar sin crear alternativas. Zygmunt Bauman o Ulrich Beck llevan años denunciando a las instituciones y la política zombie, la disolución de la política frente a los poderes de la globalización y la conversión de los ciudadanos en consumidores antes incluso que en productores cuando la economía financiera y global desplaza el tejido industrial a los países emergentes.
Los indignados sufren la trampa de la precariedad. Desconfiados de la política, incapaces de canalizar su protesta en los mecanismos de la democracia representativa, se revuelven y piden democracia real. La incapacidad de la izquierda para ofrecer una alternativa social, con un gobierno del PSOE desacreditado y un candidato sin credibilidad, contrasta con la apelación taumatúrgica de la derecha en un crecimiento y una austeridad sin programa ni propuestas concretas, pero entrevistas en las medidas de sus gobiernos autonómicos.
Las fuerzas progresistas buscan nuevos candidatos y políticas para defenderse de lo que Robert Reich llama la derecha regresiva y su demolición del estado del bienestar y su pacto social, el sueño amenazado de los indignados.
La nueva estructura mundial de clases está formada por una élite de ricos y poderosos, una vieja clase media que mantiene buenos sueldos y una cierta estabilidad, profesionales y técnicos con ingresos pero cada vez más inseguridad y el precariado, donde conviven las generaciones mejor educadas con los contratos basura, los becarios sempiternos, los trabajadores con sueldos bajos, los expulsados del sistema productivo, etc. Una lumpenización transversal a lo largo de toda la escala social. “Violencia es cobrar 600 euros”, resumía una pancarta en la manifestación del 15O en Madrid.
Son las víctimas del hipercapitalismo global financiero y de la inestabilidad de la desigualdad, como la define el economista Nouriel Roubini, frente al que crece la indignación. Las redes les han dado voz, visibilidad y capacidad de organización y aceleran la ruptura del vínculo entre ciudadanos y gobernantes (Manuel Castells). Existe un límite a la desigualdad para la supervivencia de un capitalismo que necesita demanda y consumo para sobrevivir. Los indignados no son revolucionarios radicales, entre otras razones porque hoy no se atisba alternativa al hipercapitalismo. Pero piden un límite a la codicia corporativa y financiera, y una política para defender a los ciudadanos, abierta, inclusiva y transparente frente a la partitocracia opaca y burocratizada.
No hay revolución a la vista. Pero los indignados han aprendido a organizarse en las redes sociales e internet. Sin líderes ni partidos. Con más ansias e ilusión que ideas, pero en busca de una comunidad más humana y acogedora que un perfil de Facebook.
El próximo gobierno tendrá la legitimidad de las urnas, pero también a muchos ciudadanos hartos de política estéril, dispuestos a acabar con el silencio y capaces de movilizarse rápidamente por causas concretas. Una revolución de las pequeñas cosas, de la política cotidiana que acabará por cambiar la democracia o agrandar la crisis de confianza.
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Juan Varela