domingo, noviembre 24, 2024
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La Hispanidad

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En la semana pasada glosé nuestra Fiesta Nacional, el 12 de octubre, y puse de relieve cómo, mientras otras naciones, legítimamente por supuesto, eligen para tal celebración la fecha de un acontecimiento interno -su independencia, la instauración de su actual régimen político, etc.-, en España podíamos estar más que orgullosos del día señalado al efecto: el descubrimiento de América, la incorporación al mundo conocido de todo un continente, que con el tiempo ha dado lugar a una gran familia de naciones hispánicas.

Mencioné también que la llamada Leyenda Negra, inventada contra España y torpemente aceptada por mucho españoles, lleva siglos tratando de desprestigiar aquella gran empresa, la del descubrimiento y colonización americanos. Y señalé la diferencia entre América y África en la hora presente: ¿cabe situar a igual nivel las naciones de habla española con los pueblos indígenas africanos? ¿cabe comparar siquiera la obra  realizada en América por España con la llevada a cabo en África por los países colonizadores europeos? Dejo este argumento, tan indiscutible, sobre la mesa, y pienso que es oportuno hacer un poco de historia.

A finales del siglo XV, Italia vivía el esplendor del Renacimiento, y prestaba su mayor atención a la conversión de sus ciudades portuarias en las grandes bases del comercio europeo; Inglaterra y Francia trataban de superar las consecuencias de la Guerra de los Cien Años, e Inglaterra, además, las de la Guerra de las Dos Rosas; Portugal se hallaba empeñada en la navegación africana hacia la India; y España concluía la obra de su reunificación tras ocho siglos de ruptura del viejo reino visigodo. En esas condiciones, ¿quien podía atender la llamada de un marino, salido muy joven de Génova,  navegante en barcos portugueses, durante años y años, por todas las costas atlánticas conocidas, excelente conocedor de la cartografía marina de su época, y convencido, con muy serios argumentos, de la posibilidad de alcanzar las costas asiáticas navegando por el Atlántico hacia el oeste? No es que le creyeran loco, es que no podían atenderle los países con fachada al Océano, empeñados como hemos indicado en otras empresas; y le atendió España, que recién concluida la Reconquista se quedaba sin cometido histórico concreto en aquel momento crucial del inicio de la Edad Moderna.

Le atendió para ver qué pasaba, pero lo hizo y le facilitó lo medios. Pudo no regresar jamás; pudo llegar a las riberas de Asia. Pudo… Pero lo que hizo fue encontrarse a América en el camino. Y ahí acaba la grandeza del descubridor y empieza la grandeza de España. Con la misma energía e ilusión con que había luchado ocho siglos por regresar a su primera unidad, luchó ahora tres por incorporar las tierras descubiertas a su cultura, a su lengua, a su religión, a sus leyes. Sólo Roma a partir de Julio César y de Augusto puso en “romanizar” a Europa y a las zonas próximas de Asia y África un empeño similar al puesto luego por España en europeizar América. Con las ideas propias del momento histórico, con el código de valores entonces vigente en todo el mundo  civilizado, España educó, modernizó, construyó, enseñó, desarrolló, dio vida a pueblos inmensos que con el tiempo serían uno de los sectores más vibrantes del mundo que hoy conocemos.

Solamente dos imperios han existido en la historia que hayan crecido sobre un núcleo generador dotado de tanta fuerza: el romano y el español. Es verdad que hoy el idioma y la cultura ingleses son un hecho de carácter universal, pero ni Inglaterra creó los Estados Unidos ni dio origen tampoco al resto de la Commonwealth; los países que la integran estuvieron un día sometidos al poderío inglés, y han sabido mantenerse unidos en una entidad universal, pero no son otras tantas Inglaterras repartidas por el mundo, como sí se hizo latina una parte importante de Europa y se hicieron españolas las naciones que integran hoy la Hispanidad.  No se trata de quitar méritos a nadie, pero ninguna historia es comparable, y menos supera, a la historia de España.

Tras la independencia americana, y en un primer momento, España no supo apreciar la grandeza de su obra, y lamentó más la pérdida de su poder político que el valor de la empresa que, con la independencia, alcanzaba su madurez. Y vino entonces el amodorrase, el añorar el pasado en lugar de sacarle partido al presente pensando en el futuro, la caída del prestigio nacional, la tristeza de un siglo XIX fatídico. Tuvo que salir a la calle Joaquín Costa a intentar llamarnos a la realidad, pero se equivocó en el programa: “Escuela, despensa, y siete llaves al sepulcro del Cid”. Bien la primera parte, pero ¿por qué renegar además de una historia gloriosa, comprendida toda ella en esa condena de Rodrigo Díaz, inocente víctima del error? Había que volver los ojos a la hispanidad, conectar con la América hispana, ayudarla y dejarse ayudar, construir la gran Comunidad de los pueblos españoles.

Hoy nos estamos dando cuenta. Media docena de politiquillos ignorantes siguen gritando otra cosa; saben tan poco de nada, que hasta puede que crean  tener razón. Pero no es esa la verdad, ni es ese el porvenir; si todos los pueblos de habla española quieren ser algo en el mundo, han de unirse en el orgullo de su común pasado y en el empeño de su común futuro.

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Alberto de la Hera

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