El elemento que ha distorsionado la vida política de la nación durante tanto tiempo, del País Vasco sobre todo, se desvanece. Pese a su larga vida, no había nada de sofisticado en él: sus agentes, sus mantenedores, suponían que el asesinato de una niña, de un guardia, de un matrimonio, de un concejal, de un obrero camino del trabajo, de un brigada o de un catedrático podía ser beneficioso para sus aspiraciones. Asombrosamente, acabó siéndolo, pues la única aspiración era ya matar. Y era tan fácil. Por fortuna, eso se ha acabado, y ahora se le presenta a la sociedad el reto de hacerse a una vida normal, sin esa distorsión permanente. Cuando nacieron la mitad de los españoles, ya existía ETA. Nunca será tan dulce arrancar del álbum de la vida una foto, la suya, y dejar el hueco vacío, vacío para siempre.
El jueves hizo la declaración oficial del cese definitivo del terror, pero ETA ya había decidido cerrar su negociado de muerte. En realidad, lo cerró el día que anunció que no cobraría ya el «impuesto revolucionario». Vivía de eso. Y claro que han sido varias, muchas, las circunstancias que han contribuido a ese desasimiento o desistimiento, como se quiera. Algunas, la acción policial y judicial, el divorcio con lo que se ha dado en llamar «el mundo abertzale», el hartazgo activo de la sociedad, se comentan mucho éstos días. Otras, en cambio, se comentan menos, aunque sí mencionó una el presidente Rodríguez Zapatero al anunciar la buena nueva: Francia. Matar a un gendarme es lo último que hizo ETA, del mismo modo que Abd El Krim cavó definitivamente su tumba al extender su guerra contra España a la zona francesa del Protectorado.
No es el primer peso de cuarenta años de oprobio y violencia, de fascismo en suma, que los españoles nos quitamos de encima. Ambos vinieron ligados, y se ve que los dos tuvieron, para nuestra desgracia, que durar eso. Ahora, memoria y olvido.
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Rafael Torres