Antoñete ha muerto. Un toro viejo, resabiado y sin nombre, le ha empitonado por el pecho y lo ha matado. Esta vez no ha podido citarlo de lejos, dejarlo venir y romper la geometría para conseguir curvas imposibles en un pase natural instantáneo y efímero, como hacía con el toro. Esta vez, su cuerno como guadaña, se le ha venido derecho al cuerpo. Buscando el bulto. Dispuesto a herir. No hubo nada que hacer.
Yo le vi torear. Y vi su respeto por la fiesta. Chenel era la ortodoxia. En un momento que todo lo arrollaban las modas, él seguía abrazando la pureza. La verdad. Lo que había aprendido de chico. Por eso le costó tanto llegar a ser figura. Por eso creó tantas dudas entre los aficionados y los empresarios. Pero al final, triunfó el dogma. Porque sólo se puede torear desde el reconocimiento absoluto del duelo que se vive en el ruedo. Hombre contra animal y, en medio, la verdad absoluta. La muerte.
Antoñete ha muerto. Y yo ya no volveré a ver los toros en televisión como él me los hacía ver. Me acostumbré tanto a verlos con él que he dejado de ir a la plaza. Era un privilegio. Parecía que estuviera uno sentado a su vera, en el tendido, y que él fuese comentando en voz alta lo que veía. Sin protocolo. Sin que pareciese que él estaba en la plaza y yo en el salón de mi casa.
Nunca levantaba la voz. Nunca se emocionaba aparentemente. Nunca corregía al torero de forma desabrida. Al contrario, siempre le justificaba. Sabía, mejor que nadie, lo difícil que es estar delante de un toro. Sabía, mejor que nadie, de los miedos del torero. Del miedo a la herida. Del miedo a estar mal. Del miedo a que se notase que tenía miedo.
En este San Isidro, ya le eché de menos. Al parecer, aquel pitillo permanente de sus soledades y sus miedos estaba pudiendo con él. Ahora, lo mató. Y yo, hoy, estoy a punto de echarme a llorar. No me importaría. Porque, parafraseando a Federico García Lorca, también están llorando Las Ventas.
Pinocchio