Hace algunos años tenía que viajar mucho y, como consecuencia, dormir en muchos hoteles. Normalmente, llegaba al hotel después de cenar, veía un poco la tele y me acostaba. Alguna vez, cuando estaba muy tenso pedía al servicio de hotel que me enviase una masajista y, otras veces, llamaba por teléfono a alguna señorita de compañía para que me viniera a calentar un poco la cama.
Pero aquella noche, en un hotel de la costa, no había pasado ninguno de los supuestos anteriores. Yo había llegado, algo cansado, me había desnudado y me había metido en el cuarto de baño a ducharme… Por eso, tal vez, con el ruido del agua, no sentí que alguien hubiera abierto la puerta…
Cuando salí de la ducha y del cuarto de baño, secándome con una toalla, vi que una chica del servicio de habitaciones estaba abriéndome la cama… Me saludó con una sonrisa y me dijo que era costumbre en el hotel abrirles la cama a los clientes. Que ella había llamado a la puerta, no le había contestado y que había entrado con una llave maestra. Que, luego, se dio cuenta que estaba en la ducha.
Yo le dije que no se preocupase porque no había problemas. Ella siguió abriendo un lado de la cama y yo me volví a meter en el cuarto de baño para terminar de secarme.
Cuando terminó, se asomó al baño y me preguntó si quería algo más… Yo la miré y, con cierta picardía, le contesté que no sabía pero que ella me podía sugerir alguna cosa… Y vaya si me sugirió cosas…
Entró en el baño, me cogió de la toalla que llevaba anudada a la cintura, me sacó fuera e hizo que me sentase en un sillón que había en la habitación.
Yo me senté y esperé a ver qué pasaba… Y lo que pasó es que ella empezó a moverse sensualmente como si en la habitación sonase una de esas músicas que suenan en las películas cuando una mujer hace un estriptis…
Como su uniforme era negro y mi imaginación mucha, en un momento dado, me pareció Rita Hayworth en Gilda. Pero mientras yo veía su melena negra bailando sobre sus hombros al ritmo de Put The Blame On Mame, ella seguía a lo suyo. Y lo suyo no era, precisamente, la sensualidad elegante de la Hayworth. Es más, cuando me quise dar cuenta, tenía sus pechos en mi cara mientras seguía moviendo las caderas, únicamente ya, con unas diminutas braguitas puestas.
Como era natural, yo empecé a reaccionar y un gran bulto apareció en la toalla. Pero aquella mujer sabía lo que hacía. Ni lo miró. Ni acercó sus manos. Se volvió hacia la cama, se sentó en ella y comenzó a bajarse el tanga con una lentitud desesperante. Un poquito de aquí. Otro poquito de allí. En otro momento, subía las rodillas juntas, las ponía sobre su vientre y me mostraba sus maravillosas nalgas y todo lo demás. Después, se ponía de pie y se bajaba suavemente la telita que cubría su vulva.
Como ella no había hecho nada por mi pene, yo retiré la toalla y se mostró con todo su poderío. Pero a ella parecía que no le importaba lo más mínimo y, dándose la vuelta, me mostró su trasero. Se inclinó sobre la cama, echó hacia atrás su cuerpo y me mostró su trasero, ahora, en primer plano. Después, suavemente, separó la tira del tanga que tenía entre sus nalgas y me lo mostró todo en primer plano.
Como yo ya no podía más, me levanté de la silla, aparté la toalla y me dispuse a penetrarla. Pero en cuanto la rocé, se dio la vuelta y me dijo que si quería seguir tenía que poner 60 euros encima de la mesa-escritorio que tienen todas las habitaciones de los hoteles.
Me paré en seco. Me habían tendido una trampa maravillosa y había caído como un principiante. Y la verdad es que no sabía qué hacer.
Ante mi pasividad, ella hizo un gesto como de iniciar a vestirse. Lo tenía todo perfectamente estudiado.
Un segundo después, yo caminaba hacia mi cartera… Estaba demasiado excitado como para acostarme sin más. Entre otras cosas, porque estaba seguro de que no conciliaría el sueño.
Memorias de un libertino