En el último siglo, salvo en tiempos de post guerra nunca habíamos visto tan postrados y desesperados a los habitantes de un país como hemos podido apreciar estos días en Grecia. Las draconianas medidas de ajuste impuestas por Bruselas (con la firma de la canciller alemana Merkel al pie del «diktat») para intentar rescatar al país heleno del naufragio financiero han soliviantado a los ciudadanos hasta límites desconocidos.
Atenas, la capital, soporta una huelga general tras otra; las calles de Tesalónica son una batalla campal diaria entre manifestantes y policías. A la desesperada y por sorpresa, el Gobierno socialista de Yorgos Papandreu -que heredó de la derecha griega las trampas contables y la deuda oculta que han provocado la bancarrota -, anuncia para enero un referéndum en el que someterá a consulta nuevas y todavía más duras reformas: más recortes de prestaciones, más despidos de funcionarios, nuevos impuestos, etc. La noticia ha caído por sorpresa en Bruselas y las bolsas de media Europa han reaccionado como lo haría un cojo que recibiera una patada. La prima de la deuda italiana y española roza las nubes. Pánico, es la palabra del día.
Una encuesta de urgencia fechada en Atenas arroja un resultado no por previsible, menos inquietante: el 60% de los griegos votarían en contra de nuevos planes de recortes. Así las cosas, Grecia podría verse abocada a un callejón sin otra salida que abandonar el euro y volver al dracma, con la consecuente devaluación, la segura recesión y el todavía más aplazado pago de sus deudas. Es un escenario todavía virtual, pero políticamente no descartable. Para el euro y la UE en general y para Portugal, Irlanda, Italia y España en particular, aparejaría los efectos devastadores de un terremoto financiero. Los dioses no lo quieran para nosotros.
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Fermín Bocos