Chris Matthews, el volátil presentador del programa de la MSNBC «Hardball», ha redactado un atractivo plan de reelección de Obama. Pero no menciona al presidente actual por ninguna parte.
La nueva obra de Matthews, «Jack Kennedy: héroe esquivo», añade otro volumen a la estantería ya rebosante de biografías de Kennedy, pero felizmente éste no trata de la dinastía familiar ni de conspiraciones. También trata del Kennedy maquiavélico, el protagonista de reyertas políticas que junto a su hermano animaba a los rivales a convencerse de que ellos eran «enemigos peligrosos» a los que era mejor temer que apreciar. «Bobby era de los que se ganan reputación de crueldad a pulso», escribe Matthews, «pero Jack sabía ser despiadado».
Es el JFK que despachaba a su hermano a trasladar amenazas de linchamiento a los gobernadores que no le respaldaban en las primarias de 1960, y el JFK que amenazaba a los ejecutivos de las multinacionales con sacar a la luz sus aventuras extramaritales. Como recordaba un ayudante de Kennedy: «Jack prefería matar al político antes que dejarlo herido. ‘Un tigre herido’, decía siempre, ‘es más peligroso que un tigre vivo y que un tigre muerto'».
Leer estas páginas trae a la mente al presidente actual, que con demasiada frecuencia trata a sus tigres con caricias o con sumisión. Obama no necesita al FBI para sacar trapos sucios de sus rivales, pero tampoco le perjudicaría despertar algún temor entre amigos y enemigos por igual mientras saca adelante leyes de empleo en el Congreso y abre una difícil campaña por la reelección.
Cuando los Republicanos recuerdan al sagrado Ronald Reagan, cometen el error de recordar sus firmes convicciones conservadoras omitiendo cualquier admisión de su larga trayectoria de compromisos con la oposición. De igual manera, los Demócratas obtienen inspiración de las inspiradoras frases de Kennedy, pero olvidan que también era un asesino político.
Obama entendió esto en apariencia al principio de su legislatura, cuando Rahm Emanuel interpretaba el papel de su Bobby Kennedy, poniendo firmes a sus recalcitrantes legisladores. Ahora Obama no tiene al poli malo en la Casa Blanca — su jefe de gabinete, Bill Daley, es el Flanders del municipio — y el presidente en persona parece genéticamente incapaz de intimidar. Aprendió el arte de la retórica inspiradora de Kennedy pero se olvidó de la amenaza de represalias que la apuntalaban.
Matthews recuerda la crónica de la forma en que William «Onions» Burke, el secretario Demócrata de Massachusetts, humilló a Kennedy en 1956 cumpliendo su promesa de dar votos en las primarias a Adlai Stevenson, a quien Kennedy deseaba unirse en la lista electoral. «A Kennedy no le quedó otra que cargárselo», escribe Matthews. Se trabajó a los representantes del estado para expulsar a Burke como secretario de la formación estatal, y luego hizo que agentes de la policía de Boston impidieran a Burke acceder a las oficinas. El candidato de Kennedy ganó de sobras.
En 1960, cuando el Gobernador de Ohio Mike DiSalle se negó a apoyar a Kennedy en las primarias de ese estado, Kennedy le amenazó: «Mike, va siendo hora de joderte o de apearte del carro. O te marchas y me dejas el puesto o vamos a abrir una delegación en Ohio y te vamos a joder vivo». Cuando DiSalle siguió resistiéndose, Kennedy envió a su hermano a Columbus a «ver a DiSalle y garantizar que cumple sus compromisos». Bobby, recuerda el hombre de confianza de Kennedy Ken O’Donnell, «le amenazó».
Algo parecido sucedió con el Gobernador de Maryland J. Millard Tawes. En palabras de O’Donnell: «Arrastramos al gobernador a un dormitorio a base de empujones y Bobby entró y el gobernador no estaba contento, pidiendo ayuda. Pero no apareció nadie». Tawes cedió.
Un asesor del Gobernador de California Pat Brown, de igual forma, dice que «amenazas… es la única palabra precisa» para describir el trato despachado por los Kennedy a Brown. «Protagonizaban una guerra psicológica muy agresiva». Y pobre del que se resistiera, como el Gobernador de Pennsylvania David Lawrence. Con Lawrence entre la audiencia, Kennedy pronunció un discurso «poniéndolo a caldo y golpeando donde más duele», describe O’Donnell.
La intimidación, como es natural, también funcionaba entre los Republicanos. «No tienen escrúpulos», decía uno de los hombres de Nixon, en palabras de Matthews. «Me hicieron cagarme». Hicieron algo más que eso a Roger Blough, el presidente de la acerera U.S. Steel, que en 1961 desafió a Kennedy subiendo los precios. «Has cometido un tremendo error», le dijo Kennedy. Llovieron citaciones, agentes del FBI entraron en masa a registrar las oficinas de los ejecutivos, y Kennedy habló con inspectores del fisco para que buscaran específicamente «facturas de hotel y gastos en clubes de mala nota que hagan imposible mantener ocultos los pisos que han ido poniendo a las que no son sus mujeres del club de campo».
Kennedy utilizó palabras más duras que la acusación de «socialista» que Obama ha manifestado alguna vez, diciendo que «la búsqueda de poder y beneficios privados» por parte de los directivos del acero demostraba «un total desprecio a los intereses de 185 millones de estadounidenses». La subida de los precios fue invertida.
«Era una forma dura de trabajar», decía Bobby Kennedy, «pero es que no se podía permitir perder».
En ocasiones, así es como tiene que ser. ¿Sabrá entender Obama eso?
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Dana Milbank