Las campañas electorales se están quedando como los Niños de San Ildefonso, fuera del tiempo. Su realidad, antaño tan callejera, se ha recluido enteramente en la televisión, y los asistentes a los mítines vienen a ser como los que todavía asisten en persona al sorteo de Navidad, pocos, aunque en la televisión parezcan muchos gracias a los grandes angulares y al masivo flamear de las banderas. Son tan pocos que hasta resultan prescindibles: lo único que atrae a la gente ya es «el debate» de la tele entre los candidatos, un espectáculo que prescinde enteramente de la figuración. Y eso que es lo único que ya somos los ciudadanos, figurantes, extras sin frase y, últimamente, sin bocadillo.
Para el que esto escribe faltan, cuando lo está escribiendo, unas cuantas horas para el gran debate televisivo entre Rubalcaba y Rajoy, de modo que no puede sumar el suyo a los análisis de lo sucedido entrambos. Por fortuna, nadie lo echará de menos, pero tampoco quiere uno quedarse con las ganas: vencerá Rubalcaba. Y no tanto por lo que diga/dijo, que probablemente también, como por cómo lo haya dicho. La asimetría dialéctica entre los candidatos del turnismo es abrumadora, y si hablar bien es, como se dice, consecuencia de pensar bien, la asimetría intelectual es igualmente notable. Siendo tan rara la inteligencia y sus frutos en la televisión, apostaría algo a que Alfredo Pérez Rubalcaba no habrá de defraudar, si bien esa su brillantez es muy probable que le reste un montón de votos.
Pero el que esto escribe verá «el debate» con curiosidad: ¿Se le escapará a Rajoy por algún sitio, en algún momento, su «programa oculto»? De entrada, parece que quiere suprimir el Ministerio de Cultura, aunque, eso sí, para hacerlo más eficaz. Curioso procedimiento. No es que valga para gran cosa, pero por lo menos que aparezca la palabra Cultura con cierto rango institucional. La verdad, sin embargo, es que el «programa oculto» del Partido Popular no existe: lo que va hacer si gobierna se lo puede cualquiera imaginar.
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Rafael Torres