Cuando recuerdo aquel viaje no puedo dejar de sentir nostalgia. Fue la primera vez que mis amigas y yo salíamos juntas del país. Con apenas 20 años y el carnet de conducir recién conseguido, emprendimos la marcha hacia Portugal. La ilusión y las ganas de divertirnos eran la base principal de aquella aventura. Por lo que, el calor sofocante y las temperaturas tan altas de aquel mes de agosto no hicieron mella en nosotras
Quisimos hacer el trayecto más largo posible, porque entendíamos que el ir en coche ya era en sí un divertimento. Optamos por el sur de Portugal, El Algarve. Las 8 horas que tardamos en recorrer Andalucía, desde Almería hasta Huelva fueron las más cortas que tengo en mi memoria. Con un sol de justicia y el aire acondicionado a medio gas pasamos una hora de cola para subir al ferry que nos llevaría de Ayamonte a Santo Antonio.
Llegamos agotadas. Una ducha rápida, cenar y conocer Vilamoura a noite. El puerto deportivo, fantástico. Lleno de pubs, cafeterías y gente guapa. Fue la primera toma de contacto con lo que sería, para alguna de nosotras, toda una experiencia.
Al día siguiente fuimos a una de las playas más bonitas que he conocido. Arena fina y blanca y agua cristalina. Se accedía a través de un pequeño puente de madera que cruza un estuario lleno de vegetación. La playa estaba poco concurrida, casi parecía privada. Colocamos las toallas frente al mar. Muy cerca de nosotras había un grupo de amigos que practicaban surf con sus torsos desnudos. Era alucinante. Saltaban entre las olas como si portaran una tabla bajo su pecho. Se adentraban unos metros en el agua, salían y volvían a lanzarse en plancha.
Mientras mis amigas comentaban la jugada, a mí me distrajo el sonido de una pelota. Me giré y vi a un chico enfundado en un microbañador azul que dejaba intuir lo generosa que había sido la naturaleza con él. Mientras corría hacia la pelota, todo él se movía rítmicamente. No podía apartar la mirada de aquel ejemplar. Con tanto ojear y tanto descaro, se acercó hacia mí. Se presentó. Un lusitano de 28 años, moreno y de complexión atlética. Se agachó para besar mi mejilla y sentí sus manejables labios. Dulces y carnosos. Su voz grave y lenta.
Me incitó a jugar con él al vóley. Yo no tenía ni idea, pero… ¡guau! No podía negarme. Después de fallidos intentos de embestir la pelota, me estrellé contra la arena. Me ayudó a levantarme rodeando mi cintura con sus fibrosos brazos. Y me besó en el cuello. Sentí su sexo en mi trasero. Potente y excesivo. Me gustó y él se dio cuenta. Estábamos sudorosos y me invitó a sumergirnos en el mar. Nadamos y hablamos, muy lento, mientras me acercaba hacía sí estirándome de la braguita del bikini.
Me dijo que le acompañase, que iba a enseñarme una parte de la playa que no conocía. Cogí mi toalla y le seguí. Me llevó a un pequeño acantilado, rodeado de bosque. Entre los árboles extendió la toalla e hizo que me sentara. Asió mi mano y la atrapó entre su sexo. Me susurró si era lo que yo esperaba. Asentí. Se deshizo rápidamente de mi bikini. Él hizo lo mismo con su escueto bañador. Aquello era una obra maestra. Estaba fascinada con aquel prodigio.
Besó largamente mi cuello mientras pellizcaba mis senos. Caldeándome y caldeándose. Me tumbó de espaldas a él y comenzó a lamerme la nuca. Su sexo deslizándose por mi espalda. Crecido. Despegó mis piernas a la vez que acariciaba mi trasero. Recogiendo mis líquidos hacia atrás. Bañándomelo. Yo estaba perturbada de tanto placer. Era la primera vez que sentía así. Salivó su falo y con gran maestría lo encajó entre mis nalgas. Moviéndose sosegadamente. Llenándome de él. Atrayendo mis caderas hacia sí. Gimiendo. Golpeando mis labios con sus genitales. Embistiéndome. Cambiando el ritmo. Débil y enérgico. Liberando mis jadeos. Apagando mi sed. Y en una mezcla de dolor y placer, nos saciamos.
Cuando hablamos de aquel viaje, cierro los ojos en un intento de recordar su nombre. ¿Ruy? ¿Armindo? Imposible. En mi mente sólo es clara y meridiana mi Quinta do Lago.
Memorias de una libertina