Ayer estuvo Rubalcaba en Vitoria, plaza fuerte de la política democrática frente a la violencia terrorista y una de las fuentes en las que bebe con fuerza el socialismo vasco que ahora gobierna desde la Lendakaritza. De allí son políticos de envergadura en las filas del PSE, como Javier Rojo, el amigo bueno y leal de Fernando Buesa, otra figura prominente y destacada, vilmente asesinado por los que ahora ven helarse sus risas en los juicios por los horrendos crímenes que cometieron, sin más horizonte que el de los barrotes.
Conocí a Rojo en 1986, cuando era diputado por Álava. Una responsabilidad que entonces, como hasta hace bien poco, llevaba incorporada la penalidad de ser objetivo del terrorismo. Pero su trayectoria política había comenzado mucho antes, en las tareas sindicales en la empresa donde trabajaba y en la respuesta democrática a una dictadura agonizante que aún se hacía sentir de la forma más contundente.
Javier Rojo ya no es candidato en estas elecciones. Deja la primera línea parlamentaria y ya no es el nombre de referencia en la candidatura de los socialistas alaveses al Senado. En esa Institución ha sido, en las dos últimas legislaturas, el Presidente, la voz limpia de una cámara con una composición compleja en la que ha conseguido, entre otras cosas, que el gobierno, con su presidente a la cabeza, diera explicaciones de su gestión todas las semanas y una estabilidad prodigiosa contra los cálculos de la aritmética política elemental.
Líder político con una facilidad extraordinaria para conectar con los sentimientos de la gente, ha batallado en lo que conocimos como los años de plomo contra la intolerancia de los criminales y contra la intransigencia arrogante de un nacionalismo sin sensibilidad frente al drama de la violencia política. Y ha peleado con igual denuedo contra la crispación y las formas de un estilo dañino y una forma de entender la rivalidad política basada en el insulto, el grito, la descalificación presuntuosa y la agresividad convertida en estampa de otro tiempo igualmente peligroso, tal y como lo ha sido el de la crispación gratuita para dañar al adversario.
Recordarán los españoles su actuación indignada, mucho antes que otras indignaciones, contra el pataleo desaforado y la vehemencia convertida en espectáculo bochornoso. Javier Rojo, aupado en la dignidad de su cargo y de sus actos, ha sido tenaz en la búsqueda de una convivencia profunda, más allá de la superficialidad falsaria de las declaraciones bienintencionadas, y ha peleado, como ahora se reclama desde sus filas políticas, por lo que quería: una España libre de terrorismo, miedo e intransigencia. Rojo ha hecho de la defensa de la normalidad democrática y de la educación y la sensatez de senadores y otros políticos, la seña de identidad de una presidencia en muchos momentos difícil y compleja.
Y nos queda también, como una lección de humanidad y de sensibilidad, su dolor, exportable a muchas otras ocasiones, en la tarde aciaga del crimen al compañero y amigo, permaneciendo imborrable en la retina de quienes lo compartimos.
En esta campaña ayuda y acompaña en el vértigo de sus compañeros de partido, pero no se presenta a nada. Quizá no le haga falta porque la autoridad moral de su persona no precisa de cargo público alguno. Su voz parlamentaria será ahora voz ciudadana. Pierde la vida parlamentaria lo que gana una sociedad que se amolda a diario a la nueva paz que se ha comenzado a construir.
Su experiencia personal y su conocimiento son, sin duda, un mineral valioso con el que forjar los nuevos tiempos. Quizá imprescindible. Mientras, Rajoy inicia el discurso átono de quien se siente más que nunca ganador y Rubalcaba continúa la búsqueda tenaz e incesante de la respuesta electoral que urgen los socialistas.
La campaña avanza.
Rafael García Rico