El caso de las mujeres violadas y, luego, asesinadas por los hermanos o los padres es bastante más frecuente de lo que puede parecer. La doctrina islámica no protege al violador, pero como el testimonio de un hombre vale tanto como el de dos mujeres no se conoce el caso de ningún violador que haya sido condenado y, en todos los casos, la hembra nunca queda fuera del castigo, de la misma manera que en nuestro código penal, hasta no hace mucho, existía una humillante y terrible condición que exigía de la violada «resistencia evidente». O sea, te ponían un cuchillo en el cuello, te decían que te iban a matar, y entonces deberías empezar a rebelarte en una circunstancia que nadie puede probar, puesto que no existían testigos.
Ha bastado la emisión de uno de los reportajes, de los muchos que la CNN ha grabado en Afganistán, para que el caso de una de las mujeres, condenada a muerte por haberse dejado violar, e instada a contraer matrimonio para casarse con el violador y así salvar su vida, haya concitado la atención sobre un hecho, que no sólo en Afganistán, sino en una docena de países son bastante frecuentes.
Antes de que la soberbia occidental nos inste a rasgarnos las vestiduras, que siguen estando caras, recordemos que, desde los tiempos de Roma, el rapto era una de las salidas a la oposición del matrimonio entre dos jóvenes. Se resistía una de las familias, y los protagonistas, con la ayuda de alguien, llevaban a cabo un secuestro de mentirijillas, en el que la secuestrada había ayudado y se había mostrado entusiasta y voluntaria. El resultado inmediato era la autorización de la boda por parte de la familia renuente, porque se suponía que una joven secuestrada era una joven «deshonrada» en el sentido islámico del término. Y es que, hasta no hace mucho y todavía en muchos lugares de cristiana civilización, el honor se encuentra en lo que Fernández Flórez denominaba un lugar «raro e insólito para guardar la honorabilidad».
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Luis del Val