domingo, noviembre 24, 2024
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D/s

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Suena el teléfono insistentemente. Sé quién es y me apresuro a ponerme cómoda en el sofá. La conversación será larga y entretenida. Como un cuento, me desarrollará todos los pormenores de su última aventura.

Las seduce en chats dedicados a BDSM. Lleva un control absoluto sobre los nicks que pululan por esas comunidades, así que le es fácil encontrar gente nueva que busca introducirse en ese mundo. Como forma de entender el juego sexual, asume el rol de Tutor para educarlas en el mundo de Dominación/sumisión. Su ultima tentación se llama [suya], una cordobesa hastiada de su corriente y avainillada vida sexual. Limpia de prejuicios, busca quien la inicie en la dominación y la humillación erótica, que le adiestren y dirijan en cualquiera de los usos del BDSM.

Le tira tanto la docencia que es capaz de recorrer más de 600 km para impartir una clase práctica. Ver sus caras de asombro, de incertidumbre o miedo a lo desconocido le excita tremendamente. Pero lo que más le satisface es la entrega y la confianza absoluta que depositan en él. La sesión, siempre consensuada, tuvo lugar en Sevilla. Eligió un hotel ubicado en un centro de negocios, a las afueras de la ciudad y como siempre, reservó la habitación en un primer piso. Le había dado instrucciones de cómo debía ir vestida. En cuanto llegó, repasó el vestuario: falda estrecha de cuero por encima de la rodilla, blusa negra ceñida, medias de rejilla y botas de caña alta y tacón de aguja. Como ropa interior solo debía llevar un coulotte, también negro.

Se sentó en uno de los sillones y le ordenó que le sirviera una copa del minibar, pero antes debía desabrocharse tres botones de su camisa. Mientras [suya] la preparaba, él la observaba detenidamente. Su trasero se adivinaba duro y propenso al spanking y sus pezones de grandes proporciones le ayudarían a clavar las pinzas. Le gustaba lo que veía. Una mujer dispuesta a entregarse a sus caprichos, sin reservas.

Acordaron que la primera sesión sería suave y en cuanto ella quisiera parar o darla por finalizada sólo debía pronunciar la palabra “stop”. Hasta ese momento [suya] no había entregado su placer en manos de otro.

Con la copa en la mano, le bajó el coulotte hasta la mitad del muslo. Le hizo arrodillarse con los brazos cruzados por detrás de la espalda. Él seguía hablando de cosas triviales mientras ella asentía sin abrir la boca. Esperando una nueva orden. Un nuevo antojo. Se empezaba a excitar y se le notaba en la boca y en los ojos. Le desabrochó la blusa dejando sus grandes pechos a la vista. Sus pezones estaban duros y tiesos. Sacó unas pinzas de su maletín y se las fue clavando alrededor de la aureola. Su cara iba cambiando de expresión. Mordía su labio inferior en un gesto de dolor y placer. En ese momento mi amigo cogió su móvil y comenzó a hacerle fotos. Primero de sus pechos, luego de su boca, de sus piernas… Y ella seguía inmóvil, dejándose hacer, sometida y cedida.

Él estaba excitadísimo con la entrega y exhibió su vigor. Estaba de pie frente a ella y adivinaba el deseo en sus labios. Cómo se lo comía con los ojos. Pero aún no era el momento, aún no veía su boca hecha agua. Se sentó de nuevo y comenzó a masturbarse delante de ella, apretando las pinzas cada vez más fuerte y escuchando sus gemidos de placer.

Colocó sus manos sobre la moqueta y subió su falda. Contempló su sexo rasurado y brillante. Empapado de sus propios jugos. No lo acarició. Ella ya no pudo más y le pidió que lo hiciera. Que la penetrara, que la lamiera, que la acariciase. Le ardía todo su cuerpo. Con voz firme, le hizo callar. Ella enmudeció, no quería molestar a su Tutor.

Comenzó a utilizar con ella un lenguaje obsceno y desenfrenado. Luego le ordenó que recorriese la habitación como si fuera su mascota, y que se detuviese en el gran ventanal durante unos minutos. Cuando llegó de nuevo hasta él, le exigió que lamiera su falo.

Posteriormente, tapó su boca con un pañuelo anudado a la cabeza, la tumbó sobre el suelo del baño y le ordenó que se masturbara hasta vaciarse, acariciando lentamente el clítoris. Con el coulotte impidiendo que sus piernas se separaran demasiado, sus pechos retorcidos de dolor y placer y el frío del suelo que recorría su cuerpo, apenas le bastaron dos minutos para perderse. Con sus muslos aún temblorosos le rompió su ropa interior. Encendido y sin dejar de cachetear sus nalgas, taladró violentamente la húmeda cueva. En pocos minutos ella volvió a vibrar y el cayó rendido sobre su espalda.

Le pregunto si volverá a verla. “Dependerá de lo disciplinada que se muestre. El collar sigue sin nombre”, me respondió.

Memorias de una libertina

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