Como era de esperar la legislatura ha terminado no cuando Zapatero convocó las elecciones en 20-N, ha concluido con toda pompa y boato cuando Bono ha sentado al presidente saliente y al entrante a comer en el Congreso. Al retirar las últimas tazas del café y recoger las miguitas de los manteles también se ha levantado el viejo régimen.
A partir de ahora, en cuánto Rajoy llegue a la presidencia y comience a tomar decisiones, nada será lo mismo. Inclúyase en ese «nada» el amor patriótico por santificar la Constitución con un puente que ya quisieran los ingenieros del AVE. Es más, es para salir a la calle a hacer fotos porque nada de esto volverá a repetirse: ni el zapaterismo, ni los mega puentes que sirven de evasión total, ni esta manera de entender la crisis como si nunca nos fuera a mojar los pies aunque la tengamos hasta la altura de la rodilla.
El llanto de la ministra italiana que anunciaba recortes y subidas de impuestos, (carburantes incluidos), nos puede dar la dimensión de lo que viene. Será un buen momento para recordar a Mafalda y preguntarnos si de nuevo lo urgente puede con lo importante. El soponcio de la ministra italiana me llevó a aquella respuesta que dio Zapatero en una entrevista: «la economía es un estado de ánimo». Pues tenía razón, hemos llegado a la economía del kleenex en la que es imposible analizar el futuro sin que se te caigan dos lagrimones del tamaño de una de las lámparas del Hermitage. Es aquello que cantaba Serrat: «nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio».
El viejo régimen se ha despedido en una comida en el Congreso en la que, naturalmente, Bono ha sido el protagonista porque ha sido el más hábil de todos ellos y se ha permitido lanzar mensajes de futuro puesto que él se aparta pero no se descarta, (aquí el que se va es Zapatero como Bono dejó bien claro). En la despedida se van también no pocos asuntos cursis no resueltos en esta legislatura y algunos enfrentamientos estériles removidos con interés partidista y dejados caer en la nada. Si había voluntad de resolver el Valle de los Caídos no sé por qué se dejó para el final.
El viejo régimen se marcha con Rubalcaba, aquel al que Almunia vaciló: «yo pude dimitir porque era secretario general, tenía un cargo, ¡pero tú!». Y se marcha también esa visión excesivamente benévola con nuestros errores que por no corregirlos los tomamos como parte de nuestra idiosincrasia. Es verdad que algunos de sus protagonistas se han buscado retiro de oro en el Senado, en Europa, incluso en Naciones Unidas, pero eso también forma parte de una manera generosa de entender «el más allá» que ha tenido el viejo régimen. Ahora toca otra cosa, sin duda será menos florida.
Rafael Martínez Simancas