Estamos practicando un nuevo género periodístico: el pesimismo trágico. No hay un informativo de radio o de televisión que no incluya entre sus titulares un catálogo de malas noticias económicas y peores augurios. El presentador lo incluye en antena, rostro seco y adusto, más o menos así: “les vamos a contar ahora como nos acercamos a la ruina total. Estas son las malas noticias de la jornada”. Los tertulianos, cuando termina el debate en el que participaron, comentan entre ellos: “estuve flojito hoy, demasiado tímido. Mañana estaré mucho más pesimista”.
Y así, entre todos, vamos acongojando al ciudadano, metiéndole el pánico en los huesos, en dosis diarias que minan la moral al más pintado. La lista de agoreros es interminable. Algunos días es el responsable del Banco de España el que nos anuncia más paro, menos liquidez dineraria o más recortes. Cuando intentamos recuperarnos del disgusto, un tipo que preside una caja de ahorros vasca, asegura que de esta crisis interminable y agobiante no se va a salvar nadie. Los barítonos de este coro de jeremías del desastre no cesan de lamentarse: la Comisión Europea, el Banco Central, el Fondo Monetario Internacional, el Tesoro americano, la dichosa señora Merkel y tantos y tantos economistas, de todo pelaje y condición, que se van animando los unos a los otros hasta que uno de ellos nos anuncia el diluvio universal, la lluvia de fuego y cenizas que nos va a dejar a todos tan consumiditos como los cadáveres de los ciudadanos de Pompeya.
Ojeas los diarios y terminas al borde del soponcio. Especulan con las hipótesis más terroristas: volveremos a la peseta y perderemos por el camino la mitad de nuestros ahorros, seremos expulsados del paraíso del euro y quedaremos, como Adán y Eva, totalmente en pelotas y en mitad de la nada, tapándonos las miserias con una hoja de parra. Incluso los periódicos más serios y sesudos nos desvelan las triquiñuelas para evadir el dinero a los paraísos fiscales, abrir una cuenta personalizada en Suiza o reconvertir los euros que nos quedan en otras divisas acorazadas. La relación de analistas que nos dejan sin pensiones, sin hospitales o sin colegios es muy estimable y debería colocarse en las paradas de los autobuses. Me imagino sentadito en un rincón de la casa de mis hijos, tocado con una boina casposa, abrigadito con una manta, un pitillo consumido en la comisura de los labios esperando a la sopa boba.
Siempre me han explicado que la bonanza económica se basa en la confianza, pero con tantos y tan malos presagios flotando en el aire, me pregunto cómo demonios vamos a mejorar. Muchas mañanas, cuando me encamino al trabajo, me sorprende que la cafetería de mi barrio siga abierta, que haya todavía churros y porras en el mostrador, que los chiquillos de mis vecinos lloriqueando como siempre, vuelvan al cole. Cuando abro el portal compruebo que las calles siguen en su sitio, los coches circulan, funciona el metro, las casas no se han venido abajo y las gentes caminan, protegiéndose del frío, dispuestas a comerse el mundo. Incluso la mujer emigrante que limpia la finca, me desea un buen día con esa dulzura eslava que aún conserva. Esta noche por primera vez en muchos años, no escucharé mi programa favorito de radio, repleto últimamente de cenizos. Elegiré un buen libro, seguramente las memorias del gran Groucho Marx, y lo disfrutaré de nuevo con la música de Mozart de fondo ambiental. Después dormiré a pierna suelta y seguro que cuando despierte la vida seguirá latiendo en mi calle.
Dedicado a Antonio Muñoz, cuyas ácidas reflexiones me han inspirado este artículo.
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Fernando González