Llama la atención la suma facilidad con que las Familias Reales meten o sacan a la gente de su seno. Las demás familias, las normales, son las que son y se componen de quienes se componen merced a las ineludibles leyes del parentesco, de suerte que si la abuela se pone ciega de ajenjo, si el cuñado se juega las pestañas en el Casino o si el yerno es un truhán, lo más que pueden hacer las familias normales es retirarles el saludo, pero no, en ningún caso, despojarles de su condición familiar. En la Familia Real Española, por lo visto, las cosas funcionan de otra manera, y uno de sus últimos fichajes, el ex jugador de balonmano Urdangarin, está en un tris de ser despedido de la misma. Muerto el perro, dicho sea ésto sin ánimo de ofender, se acabó la rabia.
Pero la rabia es probable que no se acabe con el despido del advenedizo que, de confirmarse las sospechas de la fiscalía, del juez, de los investigadores, de Hacienda y del público en general, podría haberse dedicado a usar su condición familiar y el título de duque anexo como gancho para enriquecimiento ilícito a base de pillar, a cambio de nada y por procedimientos irregulares, dinero público, mucho dinero público, unos mil millones de pesetas sólo entre Valencia y Baleares. La rabia, consecutiva al inicial pasmo, empezó a manifestarse en la gente al conocer el tren de vida de esa Familia Real, las mansiones que se construían a cuenta del Erario y los regalos que recibían, que si un Porsche, que si una Harley, que si un yate de 3.000 millones… Que, por cierto, en ésto del yate andaban también, si mal no recuerdo, Jaume Matas, confeso benefactor del señor duque y sus fórums deportivos.
Sea cual fuere el reproche judicial y penal que se haga en su día, si se hace, a Urdangarin, y sea cual fuere la resolución y la sentencia, la rabia está ahí, en el ambiente, ante semejante escándalo. Ya lo es que unos seres humanos se eleven sobre los demás porque sí, acumulando privilegios, pero si alguno de ellos, encima, va al merme, al merme, al merme del dinero público, que diría José Mota, eso ya no hay quien lo aguante.
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Rafael Torres