«Previsible» es la palabra que más se escuchó tras culminar Mariano Rajoy su discurso de investidura. En ese sentido no decepcionó a nadie porque, si bien insistió, con datos, en la gravedad de la situación económica por la que atraviesa España, no se prodigó dando a conocer el tratamiento para la enfermedad. Deja la concreción de las medidas de choque para el Consejo de Ministros del próximo día 30 de diciembre. Como orador parlamentario, Rajoy no es Churchill, pero tampoco es Zapatero y eso consta en acta a su favor. No quiso hacer el discurso de su vida ni una imitación de Castelar ni una recopilación de frases tomadas del diario de un idealista adolescente. Fue, ya digo, previsible.
Con todo avanzó algunas ideas que, en principio, parecen asistidas por el sentido común. Un ejemplo: volver a llamar al Ministerio de Agricultura por su nombre- ahora tiene otro nombre y otros apellidos-; también anunció que los lunes serán el día de la semana al que irán a parar las fiestas que ahora, a veces, forman largos puentes que aparejan grandes pérdidas económicas. Al anunciar que subirá las pensiones (actualizar sería la palabra), la Cámara estalló en el primer aplauso.
Hubo otros, por ejemplo al anunciar que el futuro Gobierno tiene intención de garantizar unas enseñanzas comunes en todo el territorio nacional. También habló de armonizar algunas normas que ahora son discrecionales de las comunidades autonómicas. Este anuncio, bien quizá por su falta de concreción no pareció perturbar a ninguno de los presidentes (Cospedal, Aguirre, Monago, Frabra) que asistieron al debate, ni tampoco provocó emoción o gesto delator en Pío García Escudero, presidente del Senado y hombre llamado a convencer al personal -previa cuadratura de círculo- de la utilidad de la Cámara Alta. Dijo Rajoy a la Cámara y la Cámara aplaudió tras superar el segundo de vacilación que precede al estupor, que la Administración de Justicia se maneja con ocho sistemas informáticos… ¡y los ocho son incompatibles entre sí! En fin, el dato permite entender el porqué de algunas excarcelaciones escandalosas.
En fin, a la salida le preguntamos todos a Cristóbal Montoro sí sería él el encargado de concretar las medidas para atajar la crisis -era la forma de saber si le había llamado ya Rajoy- , pero Montoro que, por cierto, ha cambiado de gafas y ahora usa unas con antenas de color verde, dijo que sólo el «jefe», por Rajoy, sabe lo que piensa Rajoy.
Por lo demás, a los ministros del Gobierno saliente, en sus dos últimos días de banco azul, se les vio siguiendo con resignado interés el discurso del futuro presdiente; todos menos la ministra de Cultura, González Sinde, se tiró media sesión leyendo el periódico. A mi lado, en la tribuna de prensa, uno de los cronistas veteranos explicó por qué: como en las dos últimas semanas ha estado dando la vuelta al mundo, ahora trata de ponerse al día. Será eso.
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Fermín Bocos